El año en que vivimos peligrosamente
Será una inusitada alineación de los astros o la confirmación empírica de que los dioses existen y son vengativos, pero 2016 está siendo un año raro. Raro y malo. Un año en el que uno se levanta cada día temiendo conocer qué nuevo estrago se ha podido producir desde que se apagó la tele la noche anterior o se consultó por última vez la pantalla del móvil.
Las desdichas se suceden: el brexit como acelerador de la desunión europea; Francia, nuevamente víctima de una violencia terrorista que amenaza con cambiar –¿para siempre?—sus valores republicanos; Turquía impulsada tras el golpe fallido hacia el sultanato en torno a su autoritario líder; Siria y Libia, campos de batalla activos e irresueltos… Por no hablar de crisis o implosiones pendientes en África, en ese eje infernal que conforman Afganistán y Pakistán, en el Mar de China o en Brasil.
En un mundo que, de puro interconectado, ya no es ni remoto ni ajeno. Han desaparecido las distancias y las certezas. Vivimos con ansiedad estructural: con el presentimiento de que el paso de los días traerá irremisiblemente un nuevo drama del que sólo desconocemos el dónde y cuándo.
Y con el secreto deseo de que –por favor, por favor— no me pille a mí o a los míos. Pero nos ha pillado. La Historia, así, con mayúscula, tiene estas cosas. La decantación simultánea de procesos que vienen macerándose durante décadas encuentra a las sociedades occidentales perplejas, indefensas y desnortadas ante una oleada de cambio –a peor—que amenaza sus valores, sus estructuras y su propia capacidad de subsistencia.
Las emociones dominantes son la incertidumbre, el miedo y la involución. Ante la complejidad de los problemas, sólo las voces más agudas consiguen llevar consuelo las masas atemorizadas señalando a ‘los otros’ como los culpables. «Hemos recuperado el control», dicen los brexiteers; «Francia para los franceses», proclama Marine Le Pen; «Levantemos un muro», propone el delirante Trump; «Muerte a los infieles», aúllan –y cumplen—los islamistas radicales.
Las hipótesis sobre el futuro de Europa –sobre nuestro futuro—que cabe entrever de los últimos acontecimientos son poco halagüeñas. En un análisis somero, los peligros a los que nos enfrentamos son cinco: seguridad, economía, tensión con la periferia, calidad democrática y –el que potencia los cuatro anteriores—falta de liderazgo.
Ante el primero, la única respuesta tangible que los gobiernos pueden dar ante la amenaza terrorista es la percepción de seguridad. Veremos una intensificación de la vigilancia; de policías y soldados con armas largas en las calles; de controles reforzados sobre los movimientos y las comunicaciones… Aceptaremos como nunca antes el trueque de libertad por seguridad.
Pero será más una ilusión de seguridad y una justificación para que nuestras sociedades se replieguen más sobre sí mismas. Atajar las causas que hacen tan peligroso nuestro mundo –una larga lista que incluye palabras como desigualdad, fanatismo, tiranía o injusticia—es simplemente demasiado difícil.
La economía de la eurozona puede ver como su ya clásica crisis veraniega tiene por escenario este año Italia. El temido default de alguno de sus principales bancos y la consiguiente reacción en cadena, financiera y política, puede llevarse por delante al gobierno de Matteo Renzi y dar paso a los populistas anti-europeos del Movimiento Cinco Estrellas.
Turquía, por su lado, ejemplifica la magnitud de los cambios geopolíticos de sustrato religioso. Nadie puede aventurar la evolución que seguirá el país tras el golpe fallido. Las señales, sin embargo, son sumamente alarmantes: represión y purgas masivas del ejército, del poder judicial y toma de control de todos los resortes del estado; culto al líder único…
En el horizonte se vislumbra una versión actualizada de la Revolución Islámica de Irán de 1979, con Recep Tayyip Erdogan en el papel de ayatolá seglar. La posibilidad de un Irán 2.0 en el punto donde se tocan las lindes del pandemónium islámico, las del nuevo imperio ruso de Vladimir Putin y las de una Europa carente de una visión común acerca de su lugar en el mundo (y de la voluntad política para afirmarla) es sencillamente estremecedora. Europa no ha conseguido ser una realidad política sino meramente administrativa. A eso se debe en buena medida el auge de la demagogia.
Cuando hay miedo, se comprueba, como en el Reino Unido, que el populismo funciona. Nadie vota a un funcionario. Por eso, los nuevos profetas de la política, los que manipulan y aprovechan las emociones de la ciudadanía, son los que más visos tienen de conquistar el poder. Los próximos meses simultanearán el inicio efectivo de la salida británica de la UE –para la que ninguna de las partes tiene un plan—, la carrera de las presidenciales en Francia que puede ganar el Frente Nacional, un referéndum constitucional en Italia que puede perder el actual Gobierno, nuevos avances de los antieuropeos en Holanda…
Europa se enfrenta a sus horas más graves desprovista de liderazgos que inspiren seguridad y confianza. Angela Merkel pudo en algún momento optar a ese papel, pero a medida que se acercan las elecciones alemanas de 2017, las exigencias de su propio electorado le obligarán a aislarse de los males ajenos. Y mientras tanto, en España, seguimos instalados en nuestra espléndida indiferencia. Nuestro rincón de Europa está sometido a los mismos azares que el resto del continente, pero el afán de nuestros políticos es otro. Contra todas las promesas de renovación, llevan dando durante meses –sin excepción— una demostración histórica de incapacidad, sectarismo e irresponsabilidad.
Es, en efecto, un año raro, malo, por el que avanzamos a tientas. Es el año en que –como un jovencísimo Mel Gibson en el papel de periodista en la Yakarta golpista de los años sesenta—vivimos peligrosamente. Menos mal que nos queda agosto. ¿O no?