El amor en tiempos del coronavirus
No divorciarte tras esta dura experiencia si vives en pareja, ya es un mérito, pero vaticino que la mayoría de relaciones quedarán tocadas
Hace poco me enviaron un chiste que me hizo esbozar una sonrisa. Decía más o menos así: “Última hora: en una reciente encuesta realizada a los españoles en siete comunidades distintas, a la pregunta de qué preferían tras el confinamiento, si un viaje con su mujer a un lugar paradisíaco o comer un chuletón con los amigos, el 45% respondió que al punto y el 55% respondió poco hecho”. Nadie realmente sabe lo que significa el amor, una de las palabras que más definiciones tiene en el diccionario de la RAE, como acepciones tiene la palabra inglesa equivalente, love, en el Webster o en el Oxford.
Quedémonos con la primera de la Real Academia: “m. Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. La definición no puede ser más etérea y abstracta. Pero, ¿cómo se puede englobar en una simple definición lo que por dentro nos remueve tantísimo cuando lo experimentamos? ¿Y, cómo una modesta palabra de cuatro letras puede significar y abarcar tanto y tan distinto? Casi todos los seres humanos sabemos que el amor es uno de los sentimientos que mueven el mundo, pero no sabemos en realidad cómo surge, se renueva, el proceso químico cerebral de su consolidación y extinción… ¡Hay tanto por descubrir en el amor!
Pero no nos pongamos melosos y cursis, no caigamos en lo almibarado. El propio maestro Gabriel García Márquez no pudo evitar deslizarse en lo folletinesco en su novela El amor en los tiempos del cólera, que muy bien podría haber firmado una Corín Tellado con más recursos literarios, léase talento. Él se inspiró en el amor de sus padres –todos pensamos que el amor de nuestros padres es el amor perfecto, cuando lo es– para crear los personajes de la viuda Fermina Daza y su pasado encarnecido en Florentino Ariza. Es lo que tiene el amor, que no podemos dejar de leer cómo acaba, como no pudimos dejar de saber cuál era el final terrible de Anna Karenina o su alter ego ovetense, Ana Ozores.
Pero ahora estamos en El amor en los tiempos de la Covid-19, en un confinamiento –palabra del todo incorrecta como recientemente nos ha recordado el otro maestro, Mario Vargas Llosa, el Paul McCartney del John Lennon, y esto debería ser objeto de otro artículo–. Y qué podrá decir yo, un pobrecito hablador, un charlatán, del amor en estos tiempos tan extraños y convulsos donde parece que finalmente ha llegado el Fin de la Historia que vaticinaba en los 90 el norteamericano Francis Fukuyama. Pues poco puedo decir que no derive de mi propia experiencia personal.
Decía Friedrich Nietzsche, uno de los enfermos de sífilis más famosos de la historia de la filosofía, tan carnal y sobrevalorado él, que “no es la falta de amor sino la falta de amistad lo que hace infelices a los matrimonios”. Pero, claro, el teutón no tuvo que vérselas encerrado dos meses entre cuatro paredes con alguna de sus amantes, que no amigas. Así es fácil hablar. Yo, de forma mucho más pedestre, y utilizando elementos parecidos, creo que la felicidad de un matrimonio, o del amor romántico, en general, tiene que ver con la transición de bastante sexo y algo de amistad al principio con el cambio de bastante amistad y algo de sexo tras el paso de los años. Ese equilibrio es el complicado. Si lo fías todo al sexo, malo, pero si lo fías todo a la amistad, peor.
No creo que en las últimas décadas, o siglos, se haya producido una reflexión colectiva tan intensa y poco compartida como en las últimas ocho semanas. Los abogados matrimonialistas y los terapeutas de pareja tendrán mucho trabajo al final de esta godardiana escapada. León Tolstoi, mucho más práctico que Nietzsche, acuñó algo con lo que me identifico mucho más: “Lo importante para hacer un matrimonio feliz no es tanto qué tan compatible eres, sino cómo lidias con la incompatibilidad”. Siempre se ha dicho que las tres causas más comunes de divorcio son la Navidad, las vacaciones de verano y las mudanzas. Ahora hemos tenido un mix de todo ello -aunque, por suerte, no hemos compartido encierro con ese cuñado gilipollas que todos tenemos en nuestra vida-.
No divorciarte tras esta dura experiencia si vives en pareja, ya es un mérito, pero vaticino que la mayoría de relaciones quedarán tocadas, como lo quedarán las relaciones paterno filiales y familiares de cualquier género. Mi padre me dijo una vez que tus amigos de verdad son aquellos a los que llamas si te toca el Gordo de Navidad, y tenía mucha razón mi progenitor. La amistad se basa más en compartir alegrías que tristezas, pese a lo que se pueda pensar. Si aceptamos que amistad es amor sin mariconadas, en una definición nada políticamente correcta, tus amigos durante el confinamiento han sido esos a los que has puesto un WhatsApp o les has pegado un telefonazo cuando has estado de mejor ánimo.
Amores tóxicos
Como colofón a este artículo tan romántico, en el fondo, pongamos dos ejemplos de amores tóxicos, que también los ha habido a lo largo del estado de alarma. El primero tiene que ver con la noticia que más me ha sorprendido leer en estos casi dos meses. No recuerdo el titular exacto pero decía algo así como que dos tercios -¡menuda burrada!- de los liberados sindicales dentro de los trabajadores de la sanidad pública española, y el aplauso de las ocho va también por estos sinvergüenzas, que lo son, no han ido ni un solo día voluntariamente a trabajar.
Es decir, cuando más se desangraba el sistema que todos pagamos a tocateja y de forma inquisitorial, cuando todos hemos leído artículos acerca de médicos y enfermeras jubilados, algunos octogenarios, estudiantes de último año de medicina o voluntarios de cualquier especialidad que se metían literalmente en el foco del virus que ha contagiado a más de 40.000 sanitarios, estos mastuerzos, y soy muy benévolo, seguían amando más a Marx y el sillón de su casa que a sus semejantes. Hay amores que matan.
El otro ejemplo de amor del más tóxico que existe, el amor nacionalista, nos lo ha dado otro filósofo, no tan famoso como Nietzsche. Me refiero al ministro de Sanidad, Salvador Illa. A preguntas de un corresponsal de una cadena de televisión holandesa acerca de los más que obvios errores, manipulaciones en realidad, del conteo del fallecidos españoles, el ministro todoterreno -lo mismo aprueba compras de material médico a empresas fantasma cincuenta veces más caro que el precio de mercado que da consejos médicos a todos cual vendedor de elixir de película del Oeste- se marcó un pasodoble verbal con castañuelas y le brotó el más repugnante nacionalismo español tan jaleado por algunos medios.
Illa, Illa, Illa, Salvador Maravilla se despachó tan torero él con un “en materia de ejemplaridad, de civismo y de consciencia de lo que estamos afrontando, nadie puede dar lecciones a la los españoles”, para rematar la faena de aliño cortando el rabo y las dos orejas al muy imbécil del tulipán naranja que no ha tenido la suerte de leer más, el pobrecito mío, sobre los Tercios de Flandes, con un “España está más en disposición de dar lecciones que de recibirlas”. ¡Casi ná, oiga usté!