Educación: seamos coreanos

Ni el paro, ni las pensiones, ni la forma del estado… El desafío más importante al que se enfrenta nuestra sociedad es la educación. De cómo lo abordemos depende que protagonicemos nuestro futuro o seamos víctimas de él. Y, sin embargo, este trascendental reto ha estado penosamente ausente la campaña electoral del 20D.

Y no porque no surgiera la oportunidad de debatirlo. A principios de mes, el filósofo y catedrático José Antonio Marina presentó la propuesta más importante de los últimos tiempos para abordar la reforma de la enseñanza. El Libro Blanco de la Profesión Docente, encargado por el nuevo ministro de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, que enumera una serie de propuestas –algunas polémicas, otras de sentido común— sobre cómo deben ser los profesores de un sistema educativo de excelencia.

Las reacciones al libro fluctuaron entre la indiferencia –el asunto apenas estuvo en los medios un día— y la hostilidad de los sindicatos tradicionales, CC.OO. y UGT, y de enseñantes. Calificándolo de «electoralista» (por presentarse al inicio de la campaña electoral) las centrales optaron por eludir el incómodo fondo del problema con el viejo y corporativista truco de demonizarlo.

Y los partidos políticos, temerosos de generar polémica con el gremio docente en tiempo de elecciones, también miraron para otro lado. De hecho, la solemnidad verbal con que los candidatos se refieren a la educación cuando se les pregunta no concuerda con la atención real dedicada al tema en sus programas electorales.

Aunque cruda, valga la siguiente medida: el programa de Podemos dedica sólo un 5% del total de su extensión a Educación, Universidad, Ciencia e I D i. El del Partido Popular, poco más del 6%. Y el PSOE, que inicia su programa con un preámbulo de varias páginas sobre La España del Conocimiento, luego dedica sólo siete de sus 274 páginas (un 5.4%) a propuestas concretas.

Ciudadanos es quien mayor énfasis le dedica, con 64 de las 337 páginas de su programa (19%). Y además, lo ha aireado durante la campaña de manera proactiva… y polémica. El partido de Albert Rivera, propone un pacto de estado para sustraer la educación de los vaivenes partidistas y –un paso más allá de las propuestas de Marina—plantea la posibilidad de despedir a los malos profesores.

Los reproches al Informe Marina no hacen más que destacar profundos problemas de la enseñanza, de los que sólo una porción se refieren a los enseñantes. Unos son estructurales, derivados de planes cambiantes y recursos insuficientes o mal adjudicados. Y otros son sociales, particularmente la abdicación, forzada o por desidia, del deber de educar (que es diferente a enseñar) de muchos padres y el desprestigio de valores como el esfuerzo, la disciplina y la curiosidad intelectual.

Pero Marina –nada sospechoso de ser una pluma a sueldo del PP—plantea con claridad una realidad devastadoramente simple: hasta que no se dedique a la educación unos recursos y un empeño colectivo parecidos a los que hace tres décadas se destinó a revolucionar la salud, no obtendremos el mismo nivel de excelencia que el alcanzado por la Sanidad española (lamentablemente afectada ahora por los recortes).

El foco de su propuesta encumbra la figura del enseñante, pero con la condición previa de acceder a la profesión a través del talento y el mérito. Plantea una selección más estricta para los candidatos mediante un riguroso examen de ingreso; cuatro años de formación de alto nivel; uno de maestría y dos más de prácticas monitorizadas y remuneradas similares a los de los médicos internos y residentes (MIR). A cambio, una verdadera carrera profesional, sueldos competitivos y prestigio social para los maestros y profesores.  

Un mundo de diferencia con relación a la situación actual, plagada de interinidades, en el que el desiderátum pronto deja de ser el desarrollo del profesor y la excelencia docente para convertirse en una obsesión –entendible— por escapar de la precariedad, mediante la obtención de la preciada plaza fija.

No existe fuerza más transformadora y más democrática que la educación. Financiada a través de becas y el sistema público permite vencer barreras de socioeconómicas, de género y de raza y para crear futuros científicos o directivos de empresa. Y es el único factor que puede elevar el potencial de toda una sociedad para enfrentarse a un mundo más complejo y más competitivo en el que en 30 años –una generación— la mitad del empleo se generará en profesiones que todavía no existen.

Finlandia se suele citar a menudo como modelo a seguir. Particularmente, me impresiona más el de Corea del Sur. En 1953 era un país pobre, rural, dividido y devastado por la guerra. La educación ha sido el motor de una transformación que en dos generaciones lo ha convertido en la decimocuarta economía del mundo, con un PIB un 16% mayor que el español y una renta per cápita (con una población similar) un 5% más elevada.

La enseñanza, por su componente de adoctrinamiento y su carga presupuestaria, lleva a que  cada nuevo gobierno modifique la norma del anterior cuando llega al poder. Añádase la capa adicional de singularidad de cada comunidad autónoma y resulta que la educación es el producto que resulta tras atender prioridades –políticas, económicas, laborales— que se anteponen a la excelencia.

La crisis y los recortes en ayudas y becas de los últimos años ha exacerbado, además, un elemento adicional: la desigualdad. Las familias suplen las carencias del sistema. Los que tienen recursos envían a sus hijos al extranjero, pagan colegios privados o costean escuelas de negocios en las que un solo curso cuesta más del doble que el ingreso medio de los hogares españoles. Pero otras muchas hacen grandes sacrificios, que evocan otras épocas, para dar a sus hijos el plus de calidad que creen no que obtienen del sistema.

De continuar por este camino, el papel de igualador y radicalmente democrático de la educación como motor de movilidad social corre riesgo de atrofia. Unido a otros factores de quiebra social como la creciente brecha salarial y el paro juvenil, los fundamentos de una sociedad moderna, competitiva y justa sólo pueden continuar deteriorándose.

En Finlandia y en Corea, la educación es una religión cívica, un afán colectivo por encima de la política y del cortoplacismo. Aspirar a que lo sea entre nosotros requiere debates como el suscitado por el Libro Blanco de Marina. Hasta ahora, por ser políticamente inoportunas, se han evitado preguntas difíciles. Pero, ¿se consentiría a un mal cirujano operar a un niño? ¿Por qué, entonces, no se puede vigilar para que un mal enseñante no opere –por acción u omisión—sobre la mente de los alumnos que se le confían?

Es preciso huir de la demagogia, pero también de la parálisis por análisis. La nueva etapa política que se inaugura abre una ventana de oportunidad para abordar la cuestión en la que nuestra sociedad ha fallado (véase si no los informes PISA, las tasas de fracaso escolar y los rankings de universidades) y que es imperativo reparar. No porque sea lo justo y cívico –que también—sino por puro interés.

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