¿Economistas, para qué?
El papel de los economistas después de diez años de crisis impredecible ha quedado muy tocado. Se ha puesto en evidencia las debilidades de la ciencia social o cuando menos la debilidad de algunos de sus expertos.
Las ciencias, especialmente las sociales, acaban teniendo una influencia muy fuerte de la correlación ideológica y de la pirámide de poder en cada momento. Por eso cuando hay vacas gordas todo el viento sopla a favor, pero cuando hay vacas flacas caen rayos sobre los falsos profetas del bienestar o los exagerados profetas del apocalipsis.
De todo esto se habla en el número monográfico de Eines, la revista teórica que la Fundación Irla ha presentado esta semana en Barcelona. Este número se dedica a reflexionar sobre el oficio de los/ las economistas. Es un ejercicio sano que no todas las ramas académicas son capaces de realizar. También es cierto que el autobombo realizado en ocasiones por mediáticos representantes de la profesión en la época de la guerra fría, donde todo era previsible, y en la posguerra de la abundancia donde todo parecía posible, ha tenido una dura penitencia con la crisis. Crisis que no sólo ha sido poco prevista, sino que está todavía dudosamente interpretada y menos con seguridades sobre las perspectivas de su evolución.
En este número el economista Joan Tugores nos acompaña en un viaje desde los orígenes de la disciplina académica. Desde Adam Smith y su comportamiento para el propio interés, pasando por Marshall que consideraba a la economía como una disciplina entre matemática y biología, con leyes casi deterministas. Y más tarde con las diversas aportaciones que ha ido introduciendo o bien un enfoque de enfrentamiento de clases o un enfoque con mucho peso de la psicología y del comportamiento humano.
Me he quedado con una frase aplicable también a procesos políticos con riesgos o retos económicos, como los que algunos estamos viviendo: «tenemos más aversión a arriesgarnos a una pérdida que arriesgarnos para obtener una ganancia de idéntica cuantía». Se trata, pues, yo añadiría, para los reformistas o rupturistas, de convencer a una mayoría social que hay más riesgo de pérdida en no cambiar, que al cambiar.
Los profesores María Cubel y Santiago Sánchez-Labrador hacen una valoración del período donde la disciplina ha entrado en crisis profunda, y los chistes sobre economistas llegaban a las mesas de los cafés. Donde crecían las «críticas a la ciencia económica, entre ellas, la crítica al supuesto que el ser humano es un infalible e incansable optimizador de su propio beneficio.» Y muestran un cierto grado de escepticismo sobre recetas cerradas. «Todos los modelos son falsos, pero algunos son útiles», citan del economista del comportamiento Matthew Rabin.
Lina Gálvez Muñoz se centra al mostrar cómo las crisis económicas alteran los procesos de creación de desigualdades con tres pautas: intensificación del trabajo de las mujeres; recuperación más tardía de la ocupación femenina junto a su precarización; y retrocesos institucionales en la lucha contra las desigualdades de género.
Miran Etxezarreta analiza hasta qué punto la escuela marxista de pensamiento económico nos continúa dando las claves del qué pasa. Y detecta que en una buena parte de la diagnosis ya Marx, más que Lenin, acertaba en los mecanismos de acumulación de capital. No queda tan claro en cambio que Marx y algunos seguidores suyos lo hayan acertado en la prospectiva sobre la evolución de la lucha de clases o el empobrecimiento secular de la población trabajadora. Está bien pues que alguien con raíces marxistas deje claro que nunca una disciplina científica puede ser una Biblia. Y abone un tipo de marxismo pragmático, método crítico de interpretar la realidad. No método acrítico de pretender que la realidad se adapte al dogma.
Finalmente en debate entre Cesc Iglesias y Lurdes Benería nos dan varios momentos de chispas críticas. De los muchos que hay me quedo con la necesidad de valorar la capacidad de las personas de colaborar y cooperar ante retos en vez de competir. O la valoración creciente de la valoración social o la autosatisfacción por encima del nivel salarial, una vez este ha superado el mínimo vital. O incluso a la inversa, cuando se está por debajo, ¿porqué en unos casos se hace inaguantable y en otros se tolera?
Y otro punto que comparto del todo, y que desgraciadamente el corporativismo hiperespecializado muchas veces no tiene presente. El contexto cultural e institucional de la sociedad son determinantes en los resultados económicos opuestos que a partir de unas condiciones macroeconómicas similares unas sociedades sean capaces de redefinir y mejorar tanto en términos cuantitativos como cualitativos; y otros empeoran en los dos temas, o como mucho mejoran el cuantitativo pero a costa que una mayoría pierda posiciones en el cualitativo.
Y siempre tengo a la cabeza los países nórdicos donde no son las recetas más liberales o más socialdemócratas de los gobiernos de turno que explicarían su éxito global, incluso ahora, en plena crisis global, sino que es la seguridad jurídica de las instituciones, su eficiencia la cultura mayoritaria de servicio al ciudadano, el alto nivel de civismo e identificación de la ciudadanía con su administración, el elevado grado de patriotismo cívico , lejos del hooliganismo y el chovinismo tan propio de los estados bonapartistas jacobinos y en definitiva, estructuralmente fallidos del sur de Europa.
Necesitamos que las nuevas levas de economistas, una vez hecha la cura de humildad, salgan llorados de casa y nos den las claves de un mundo tan cambiante que nos da vértigo.