Duran Lleida: el catalanismo demediado

Los hay que siempre se caen de pie y otros que simplemente saltan con red. Duran Lleida es de estos segundos. En los ochentas, relanzó la Unió Democràtica del flanco conservador, la de Roca Cavall (el padre de Miquel Roca) y Àngel Marqués; la de El Correo Catalán, el diario tradicionalista que fue denostado por la pluma de Maurici Serrahima, el gran memoralista. Duran Lleida, hijo de Alcampell (la Franja), entró como un sacacorchos en el sanedrín de los Triadú-Vila d’Abadal, un entronque familiar que explicaba por sí mismo el catalanismo montserratino, una unión comparable por su simbolismo a la del matrimonio entre Jaume Vicens Vives y Roser Rahola, baronesa de Perpinyà.

Desde un buen comienzo, Duran Lleida moldeó su carrera en los efluvios de la democracia cristiana catalana. Pidió prestada la legitimidad moral del fundador, Carrasco i Formiguera, pero, una vez conquistado el cetro, aplicó a UDC un reformismo de corte navarro, que nada tenía que ver con el humanismo cristiano de Miquel Coll Alentorn. En el centro derecha catalán, se abrió camino entre Antón Cañellas, el traidor que se pasó a la UCD de Suárez, y los pujolistas de primera hora. Se apoderó del tótem con el afán de un advenedizo. Desconocía la génesis de la recuperación operada en la endogamia nacionalista, una capa social algo olvidada, enferma de tradición, anti-borbónica y capaz de vindicar en el extremo al antiguo Brazo Militar de la Nobleza milenaria.

Duran Lleida es un nacionalista de poniente. De niño no llegó a pisar los lugares de culto, como los Juegos Florales de los años del hierro, que sufragaba Tecla Sala, la viuda Toldrà, bajo la égida del abad Aureli Escarré. Se ahorró la nube de Virtèlia y las fiestas de fin de curso en el Palau de la Música. Pero esto se paga, sobre todo si el que está delante es Francesc Homs, un niño de la escuela Thau, con el peso de muchos veranos a la sombra del Matagalls (Montseny). No tuvo que soportar el autenticismo folclórico de los comensales en casa del Cavaller de Vidrà, el padre de Josep Maria Vila d’Abadal, actual alcalde de Vic, enemigo de Duran, y conocido con el sobrenombre de Visa por su presunta implicación con un mal uso de la tarjeta de crédito, según la Agencia Antifrau. Quiere dar de sí la imagen de un hombre cansado después de una singladura. Pero Duran Lleida no ha atravesado ningún desierto; tampoco está habituado a los rigores del sufragio, allí donde descarrilan las ilusiones.

¿Se ha quedado en una vía muerta sin margen constitucional o ha inventado el único camino posible? El tiempo lo dirá. La mitad de los militantes de su partido no están por la consulta. Algunos admiran su “pseudo dimisión”, como la ha bautizado Ismael García Villarejo en las páginas de ED. Duran Lleida es un catalán demediado que toca el organillo o el violonchelo, a conveniencia. En octubre de 2012, en plena fiebre independentista, remató una intervención ante el consejo nacional de CiU con esta frase de Carrasco: Amunt, avant, visca Catalunya lliure! Pero al día siguiente, se retractó. Por empacho o por exceso. No es un Judas de la política gracias a Maquiavelo, el genio italiano que engrandeció para siempre el cortoplacismo táctico de los tibios. Ha cultivado su imagen. Es un “marqués de Entrambasaguas”, aquel personaje cervantino capaz de convivir con Dios y con el Diablo. Su camino resume un extraño apego a la emergencia federalista a la que él llama tercera vía. Es bachiller en tangentes. Ha salido limpio de diversos casos de corrupción, especialmente del más sentido de todos, el caso Pallerols, una mácula para miles de ciudadanos atónitos, que no llegan a final de mes. Sin olvidar a su socio federativo, Convergència, el partido que sufre el embargo judicial de su sede por el caso Palau. Duran se mueve, pero se mantiene en la foto, especialmente ahora cuando las riendas de Felip Puig se atan los machos en la retaguardia del president, Artur Mas.

Lo ha intentado todo. Duran Lleida ha dado mil vueltas a sus argumentaciones para alzarse con la cancillería española. Pudo ser ministro de Exteriores de Aznar en la etapa del viaje al centro, pero recibió del corazón nacionalista un chasco mayor del que había recibido Miquel Roca en su etapa eufórica con Jordi Pujol. La comparativa es inevitable. Pero si Roca fracasó en su operación reformista junto a Garrigues Walker, Florentino Pérez y Herrero de Miñón, a Duran no se le ha procurado ni el intento. Sus pugnaces españolidades tuvieron apenas un vuelo gallináceo. La articulación demócrata cristiana fue siempre una quimera desde los tiempos de Joaquín Ruiz-Giménez, ministro de Franco, hedillista de primera hornada y gloria del llamado Contubernio de Múnich.

Duran Lleida es el último caballero de la política, un deporte de riesgo en los tiempos que corren. Luce con esmero una dialéctica parlamentaria que le ha valido el mote del Adenauer catalán. En su libro Cartas de navegación: Por un nuevo rumbo (ed. Península) renueva la tradición epistolar de Clarín y de Unamuno para vadear los arrecifes de la política, la economía y la religión. Su segundo de a bordo, Josep Sánchez Llibre, maneja a la perfección la invisible correa de transmisión que va desde el mundo jurídico hasta el Hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo. Pero las ideas no se venden; se defienden. Josep Antoni Duran Lleida, incómodo ante el radicalismo de CDC, ha rescatado la interdependencia entre Catalunya y el resto de España. Es el socio que se hace a un lado en medio de un mar de contradicciones, como escribió premonitoriamente el socialista jabalí, Joan Ferran, en su libro Destapando a Duran, el fin de las apariencias (ed. La Lluvia).

Duran Lleida viaja a menudo. Especialmente en días de cadena humana. Pasó su último 11 de setiembre en Panamá, el istmo colombiano inventado por Roosevelt y JP Morgan, y presidido por Ricardo Martinelli. El pacto con la Fiscalía por el que UDC devolvía el dinero de Pallerols lo pasó camino de Chile. Alemania fue su destino, el día de 2011 en que se celebró una consulta soberanista en Barcelona. Conviene no olvidar que Duran Lleida es el presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso, un cargo que no ha abandonado. Por difícil que sea la pirueta, la red asegura su caída.