Dostoyevski en la Corte Suprema
El dilema ineludible que sin duda ha flotado sobre las conciencias de los nueve jueces de la Corte Suprema estadounidense es el mismo que Dostoyevski puso en boca de Mitia Karamazov
Hay asuntos que están bastante menos resueltos de lo que tendemos a creer, por más que se hayan establecido como verdades recibidas. La tormenta política causada entre los partidarios del pensamiento débil (esa modalidad nihilista de entender el mundo concebida por el filósofo católico Gianni Vattimo), les ha puesto en la tesitura de tener que poner sobre la mesa argumentos éticos periclitados, para deslegitimar moralmente la decisión del Tribunal Supremo de revertir la chapuza jurídica del caso Roe v. Wade, que estableció el derecho constitucional al aborto por la puerta de atrás, rehuyendo entrar en las cuestiones de fondo; las únicas que en verdad importan.
Del recurso a la alharaca y a la algarada que siguió al dictamen de la Corte Suprema de los Estados Unidos podemos inferir la dificultad de hilvanar argumentos capaces de zanjar la cuestión de una vez y por todas, reduciéndola a un legalismo, que es precisamente lo que han rechazado de base los magistrados estadounidenses, al dictaminar que, en ausencia de un precepto constitucional claro e incontrovertible, la libertad reproductiva de la mujer debe quedar en manos de los votantes.
A nadie mínimamente familiarizado con el origen de la constitución norteamericana le puede chocar este dictamen, por cuanto los padres fundadores, plenamente convencidos de que las ideas tienen consecuencias, y conscientes de que las ideas religiosas inevitablemente influyen en el pensamiento y en la práctica política, redactaron una constitución que exuda racionalismo teísta de cabo a rabo, partiendo de la convicción de que la religión había de ser una fundación crucial para las sociedades libres.
Siendo estos los mimbres, es imposible encontrar en el redactado de la constitución de 1787 contradicción alguna al precepto de que la conservación de la vida de todo ser humano portador de la misma es un bien para dicho ser; un derecho que emana de nuestra propia condición humana (es decir, es un derecho humano), y que, como tal, debe ser respetado de acuerdo con el primer principio evidente de la ley natural conocida por la razón práctica, esto es, que se debe buscar el bien y huir del mal.
En consecuencia -como no podía en realidad ser de otro modo- los magistrados de la Corte Suprema, para ser consistentes con el espíritu y la letra de la constitución de los Estados Unidos, dictaron sentencia en términos tomistas, subrayando que, si la ley es cosa de la razón, es la razón la que ha de poner orden en todos los asuntos que atañen al hombre, correspondiendo esto, en un sistema democrático, al poder legislativo, antes que al judicial.
Con todo, el dilema ineludible que sin duda ha flotado sobre las conciencias de los nueve jueces de la Corte Suprema estadounidense es el mismo que Dostoyevski puso en boca de Mitia Karamazov; determinar si, cuando aparcamos a Dios, todo está permitido, y es, por lo tanto, posible hacer lo que uno quiera.
O si, por el contrario, nos queda algún asidero al que aferrarnos para refutar el alegato de Nietzsche de que la moral poscristiana es mero sentimentalismo, porque si la moralidad no es objetiva, ni está codificada en la esencia humana, no hay moralidad, sino preferencias, es decir, convenciones pragmáticas, que, aceptando el órdago, los magistrados norteamericanos han dejado a juicio de los electores de cada estado, quienes podrán así optar entre todo un abanico de elecciones morales, que van desde la Bula Effraenatam del Papa Sixto V, hasta la legalización del aborto libre mediante una justificación tan utilitarista como su efecto positivo en la reducción del crimen, tal y como sostiene la hipótesis de Donohue-Levit.