Doscientos años de los Cien Mil Hijos de San Luis
La restauración borbónica con Luis XVIII se había desarrollado con una cierta inteligencia, otorgando una carta constitucional, aunque muy restrictiva
El 7 de abril de 1823 un ejército francés de cerca de un centenar de miles de hombres, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, invadió España, sin que mediara previa declaración de guerra. Algo muy grave en aquel momento histórico, en el que las formas eran importantes. Por supuesto, la excusa podía ser que la intervención no era propiamente un acto bélico contra el país, sino que buscaba “salvar” a Fernando VII y restituirlo en sus derechos, usurpados por los liberales. Antes de proseguir en la narración de los hechos, vale la pena analizar los precedentes.
El 19 de marzo de 1812, en el gaditano oratorio de San Felipe Neri, fue proclamada y jurada la Constitución elaborada por las Cortes españolas (las primeras no estamentarias de la historia). Dada la festividad del día, sería rápidamente conocida como la “Pepa”. España era el tercer país en el mundo, después de los Estados Unidos y Francia, que se dotaba de una ley fundamental mediante un acto de soberanía. Nada que ver con las diversas cartas de carácter otorgado, concedidas por monarcas absolutos, que jalonaron la historia de Europa durante bastantes decenios del siglo XIX.
Al regreso de su dorado exilio, le faltó tiempo a Fernando VII para derogar, en mayo de 1814, la Constitución, mediante un golpe de estado. Se abría lo que se conoce como el “Sexenio absolutista”, período de caos político y económico, agravado por los movimientos emancipatorios en la parte americana de la Monarquía. A destacar que la Pepa había reconocido la ciudadanía a los súbditos de Ultramar, hecho sin precedentes entre los países coloniales europeos, ya en el artículo primero de la Carta Magna, que hablaba de los “españoles de ambos hemisferios”.
Durante esos seis años tuvieron lugar diversos intentos, por parte de unidades militares, para restablecer el régimen constitucional. El ejército, como consecuencia de la Guerra de la Independencia, había dejado de ser la estructura de mandos aristocráticos del antiguo régimen.
Finalmente, el 1 de enero de 1820, Rafael del Riego se subleva al mando de su batallón del Regimiento Asturias en Las Cabezas de San Juan, proclamando la Constitución doceañista. Dicha unidad era parte del cuerpo expedicionario que llevaba largo tiempo concentrado en el oeste andaluz, para ser embarcado hacia América, con la pretensión, utópica, de acabar con los movimientos de independencia.
Ni el Rey, ni los partidarios del absolutismo, estaban dispuestos a aceptar el juego democrático
La iniciativa de Riego respondía a una extensa trama, que implicaba no solo a la milicia, sino a amplios sectores de la naciente burguesía. Después de dos meses de incertidumbre, Fernando VII juraba a regañadientes la Constitución. Rápidamente, se llevaron a cabo elecciones a Cortes y municipales, mediante sufragio universal masculino indirecto, incluso en aquellas zonas de las antiguas colonias no controladas todavía por los independentistas.
Desde el primer momento fue claro que ni el Rey, ni los partidarios del absolutismo, estaban dispuestos a aceptar el juego democrático. En toda la geografía española empezaron a surgir partidas rebeldes, de los llamados “serviles”.
La iniciativa española se contagió a otros países europeos, como Cerdeña-Piamonte, las Dos Sicilias y Portugal, en los que tuvieron también lugar revoluciones constitucionalistas. Las potencias absolutistas (Austria, Francia, Prusia y Rusia) intervinieron inmediatamente en Italia para restablecer el absolutismo. España se convirtió en la principal preocupación.
En el otoño de 1822 se reunieron, en la ciudad italiana de Verona, representantes de Austria, Francia, Prusia, Reino Unido y Rusia, para debatir la posibilidad de una intervención en España. El fracaso de un golpe de estado absolutista, en julio de 1822, había dejado claro que, sin una acción exterior, revertir la situación política era imposible. A pesar de las reticencias británicas, se optó por dicha solución, encargando de ello a Francia, que se presentaba como la única capaz de llevarla a cabo.
Restauración borbónica con Luis XVIII
La restauración borbónica con Luis XVIII se había desarrollado con una cierta inteligencia, otorgando una carta constitucional, aunque muy restrictiva. La intención francesa era que algo semejante pudiera llevarse a cabo en España, en lo que coincidían muchos liberales moderados autóctonos. No se contaba con la intransigencia de Fernando VII.
El Duque de Angulema, sobrino de Luis XVIII, e hijo del futuro rey Carlos X, fue puesto al mando del ejército intervencionista que, en pocos meses, pasó a controlar la totalidad de España. Algo de lo que se vanagloriaba el entonces ministro galo de asuntos exteriores, François-René de Chateaubriand, en sus “Memorias de ultratumba”, comparándolo con la humillación sufrida por Napoleón.
Ese rápido éxito se debió a varios factores. Se contó con la inestimable ayuda de haber entrado acompañados por un autoproclamado “Ejército de la Fe”, una fuerza de unos 30.000 hombres, que se había formado en el país vecino. De los cuatro cuerpos de ejército, que en total sumaban unos efectivos muy inferiores a los de los invasores, destinados oponerse a ellos, solo uno, comandado por Francisco Espoz y Mina, luchó; los generales que estaban al mando de los tres restantes, se rindieron rápidamente, cuando no apoyaron a las tropas invasoras. Otra causa muy importante fue la timidez de las reformas llevadas a cabo durante el Trienio, empezando por la desamortización de bienes eclesiásticos, que no generaron una base social de pequeños propietarios, susceptible de apoyar la revolución liberal.
Como había pasado en 1812, Cádiz fue de nuevo la principal plaza libre de la invasión, donde se refugiaron las Cortes, el gobierno y un forzado Fernando VII, demasiado tarde inhabilitado y sustituido por un Consejo de regencia.
Después de que la ciudad sufriera cuatro meses de asedio, el 30 de setiembre el Rey fue liberado y conducido a reunirse con el Duque de Angulema, previa aceptación por parte de aquel de otorgar perdón. Promesa que, por supuesto, no cumplió, empezando inmediatamente una fuerte represión, de la que se libraron los dirigentes liberales que pudieron huir a Gibraltar, para después trasladarse a Inglaterra.
Angulema había apostado desde el principio por la citada salida moderada, esperando que Fernando VII aceptara un mínimo esquema de libertades, parecido al ya comentado otorgado por Luis XVIII. De hecho, el generalísimo francés había intentado incluso amortiguar el terror que imponían los serviles en las localidades que ocupaban.
La víctima más temprana y destacada del terror absolutista fue Riego. A pesar de su decisiva contribución al restablecimiento de la Constitución, había sufrido un total ostracismo durante los tres años de vigencia de aquella. Su pecado, haberla proclamado, neutralizando los intentos de una solución pactista más moderada que, por supuesto, era irreal. Capturado el 15 de setiembre en la provincia de Jaén, fue vilmente ejecutado en la Plaza de la Cebada de Madrid, el 7 de noviembre de 1823, después de un humillante cautiverio y una parodia de proceso.
A partir de ese momento se abre lo que es conocido como la “década ominosa”, durante la que numerosos ciudadanos perdieron la vida en la lucha por recobrar las libertades constitucionales. Juan Martín el Empecinado, Mariana Pineda y José María de Torrijos, fueron algunos de ellos. Pero no solo se persiguió a los disidentes políticos. El maestro Cayetano (Gaietà) Ripoll fue ahorcado en Valencia, en 1826, por hereje. Habría que esperar a que, en 1833, el tirano muriera en su cama, para que el país retomara el camino de la democracia. Tal y como ocurrió 142 años más tarde.
Resulta muy sorprendente el silencio reinante en el doscientos aniversario de hechos tan importantes en el devenir español. Especialmente por parte de un Gobierno que se precia de su progresismo. Porque todo lo aquí brevemente reseñado, es también memoria histórica.