¿Dónde han ido los soldados?
Es improbable que veamos otra Normandía, pero cada vez parece menos verosímil que los carísimos estados de ánimo y creencias de lujo que hemos abrazado se puedan sostener tras 20 años de estancamiento/decrecimiento y una guerra europea.
Hace menos de 80 años, oleadas de chavales del Midwest americano y otros lugares igualmente remotos desembarcaron y murieron en Normandía por la libertad de unos países que no habían visto nunca. Hoy, las encuestas de actitudes muestran sistemáticamente que sólo entre un tercio y una décima parte de los europeos occidentales está dispuesto a luchar, no digamos morir, por su país.
La experiencia de la guerra ha sido central en la cultura occidental. Grecia nos ha legado el teatro, la física o la isonomía, pero lo que permitió la expansión del helenismo fueron las tecnologías navieras y guerreras desarrolladas por sus ciudades en competencia. El ciudadano era precisamente quien portaba armas, una idea que la nación moderna recuperará en el período revolucionario. No hace falta recordar cómo se expandieron el derecho romano y la lengua latina; y la descomposición del estado romano coincidió en la mayor parte de Europa con una completa remilitarización de la sociedad, que permitió a los europeos resistir el ciclo de invasiones de la estepa y el norte. Cuando Europa entra en su ciclo expansivo, entre las Cruzadas y la era de los descubrimientos, lo hace con una organización social e ideológica en la que guerra, comercio y ciencia se entremezclan en un gran proyecto de transformación del mundo.
Contra el tópico biempensante, Europa no ha sido tanto -o no sólo- la tierra de Beethoven o Pascal como ese Dark continent descrito por Mark Mazower. O quizás es que las sociedades que produjeron a Pascal o Beethoven no eran separables de una cierta idea de la guerra y la violencia, por decirlo en la estela de Walter Benjamin. Con todo, es obvio que la transformación y pacificación interna de los europeos tiene larga data; y si el fenómeno no se ha visto en toda su dimensión hasta las últimas décadas, sus primeras manifestaciones son remotas.
La sustitución de la familia extensa por la nuclear y la asunción por el estado del monopolio de la violencia redujo los ciclos de venganza privada y contuvo la delincuencia. El crecimiento de la productividad agraria y la industrialización alejaron el espectro de la “trampa malthusiana”. Los castigos corporales y las ejecuciones cruentas fueron cayendo en desuso, sustituidos primero por formas “humanitarias” y finalmente por el abolicionismo. Finalmente, la transición demográfica acabó de “encarecer” la vida humana: primero convirtiendo a cada hijo en una criatura infinitamente valiosa, receptora de una enorme inversión en tiempo, atención y recursos; y ya en fase decadente, sustituyéndola por “experiencias” y animales domésticos.
“Europa ha empezado a desperezarse de algunos “consensos” que últimamente se habían vuelto insostenibles. La UE maniobra para legitimar la energía nuclear y un gobierno socialista español se marca como objetivo un 2% del PIB en gasto militar”
Jorge San Miguel
Pieza clave de la transformación fue la Gran Guerra, que aceleró la fractura de la conciencia europea y fenómenos materiales como la incorporación de la mujer al trabajo. La Segunda Guerra Mundial, que en el imaginario occidental es la última “guerra buena”, fue en realidad en su teatro principal un enfrentamiento salvaje entre los dos peores totalitarismos de la historia -con permiso de Mao- y la última gran manifestación de la dinámica entre Europa y la estepa. Por cierto, se saldó no sólo con la destrucción de los judíos europeos, sino con la expulsión de unos 12 millones de alemanes étnicos de la Europa central, oriental y báltica, y la muerte en tránsito de otros 500.000 -para quien hoy se sorprenda de que en tiempos de guerra se puedan prohibir partidos políticos o incautar yates. Estas cosas pasaban en Europa mientras la generación de nuestros padres daba sus primeros pasos; y Srbrenica tuvo lugar al tiempo que los JJOO de Barcelona. Pero hemos insistido en considerar la guerra un asunto solucionado, de la misma manera que hemos transigido con convertir el continente en un NIMBY.
El fin de la Guerra fría permitió mantener la ficción: perdimos de vista que el dilema civilizatorio que supone la existencia de arsenales nucleares no se resuelve porque en todas las potencias nucleares haya McDonald’s. Pero desde 2008 han ido regresando, por la puerta de atrás, las realidades robustas; dislocándose además de forma definitiva de una política convertida en apenas algo más que la gestión comunicativa de asuntos que deben resolverse por sí mismos. La guerra de Ucrania, unida a la crisis energética y los coletazos del covid -que ya no mata como antes, pero puede dejar cicatrices indelebles en el estado de ánimo colectivo y en la credibilidad de nuestros estados de derecho- nos obligan a la reflexión.
Por la vía de los hechos, Europa, empezando por el este, ha empezado a desperezarse de algunos “consensos” que últimamente se habían vuelto insostenibles. Hoy la Comisión Europea maniobra para legitimar la energía nuclear y un gobierno socialista español se marca como objetivo un 2% del PIB en gasto militar. Siendo sorprendente, seguramente no bastará. Veremos cosas aún menos pensables hace apenas 15 años, y quizás una transformación de los valores que recupere cálculos sobre el valor de la vida o el riesgo social inéditos desde mediados del S. XX. Es improbable que veamos otra Normandía u otro Somme; pero cada vez parece menos verosímil que los carísimos estados de ánimo y creencias de lujo que hemos abrazado in a fit of absence of mind se puedan sostener tras 20 años de estancamiento/decrecimiento y una guerra europea.
Este artículo pertenece al nuevo número de la revista mEDium 10: ‘Economía de Guerra’, cuya versión impresa puede comprarse online a través de este enlace: https://libros.economiadigital.es/libros/libros-publicados/medium-10-economia-de-guerra/