Diputaciones, ¿para qué?
En 1989 una diputación provincial, la de Granada, concitó la atención de toda España. No era un asunto de corrupción, como correspondería hoy. Era algo que ponía los pelos de punta: en sus dependencias se escuchaban voces extrañas en la noche, y había objetos que cambiaban de lugar.
Hubo, incluso, investigaciones paranormales que ponían rostro al supuesto espíritu que vagaba por la casona, sucesos extraños que eran la comidilla de trabajadores y vigilantes del centro. Y que atrajeron el interés de los expertos, grabando una psicofonía del posible Poltergeist.
El fantasma de la diputación granadina no ha dado la cara todavía. No así, los de otros estamentos similares de toda España, que se dejan ver, cada año, no con sábana, sino en un presupuesto supermillonario, a base de cargos de asesores, amiguetes, y apegados a subvenciones y a otras gabelas.
Los partidos políticos designarán con el índice, tras los oportunos pactos y codazos entre aspirantes, unos 1.200 cargos-sueldos en las 49 diputaciones, cabildos y consejos insulares, que manejarán este año un presupuesto de 7.954 millones de euros.
Sólo el PP, en un extraño giro de Rajoy, que en 2011 abogaba por eliminarlas, y los nacionalistas defienden hoy estas reliquias del poder local instituidas en 1833 por Javier de Burgos.
La función de estos extraños entes –con un complejo sistema de elecciones y una representatividad democrática de segundo nivel– es en teoría prestar servicios comunes para distintos municipios, como carreteras, recogida de residuos o recaudación tributaria. Pero en estas funciones aparece la duplicidad con los estamentos autonómicos, motivo por el que muchos partidos proponen en sus programas eliminarlas.
Algunos economistas defienden su papel y eficiencia, sobre todo en pequeños municipios. Otros lo ponen en duda y recuerdan que nadie las ha echado de menos en las comunidades uniprovinciales donde fueron suprimidas, como Madrid, Cantabria, Asturias o Murcia.
Sus balances muestran que el 80% del presupuesto se destina a gastos de personal, como denunció hace dos años el ex presidente Felipe González. Tienen más asesores que diputados y sueldos que, en algunos casos, como el presidente de la Diputación de Barcelona, superan en 30.000 euros al propio Rajoy. Y empleados descontentos, como los de la orquesta de la Diputación de Guadalajara, que fueron a la huelga hace tres años por recortes a sus pluses al ser menos requeridos para inauguraciones y otros actos solemnes.
La opacidad y la ausencia de fiscalización democrática de su gestión las han convertido, como han denunciado Ciudadanos y Podemos, en refugio idóneo para la corrupción, red de colocación de amigos y familiares y pesebre notable para los partidos para colocar a su personal afecto. A pesar de que al acabar 2014 su deuda viva se situaba en 6.308 millones de euros.
En el concurrido palmarés de posible nepotismo destaca el de la familia Fabra en Castellón. Ha estado al frente de ella desde 1874 con el abuelo de Alberto Fabra, en prisión de momento, al que llamaban pantorrillas y acusaban de cambiar votos por tierras.
El poder político de las diputaciones se refleja con claridad en Cataluña. Las cuatro están controladas por CiU, con un presupuesto total de 1.206 millones. No en vano, la Diputación de Barcelona es la mejor dotada de toda España, con 870 millones anuales.
Aunque en teoría chocan con la organización autonómica, a CiU y a ERC les ha venido al dedo la potenciación como oficinas de recaudación tributaria llevada a cabo por el PP. Pueden colaborar estrechamente con la futura Hacienda catalana, una de las nuevas estructuras de Estado que ambos partidos están organizando para la nueva vertebración económica de Cataluña.
En esta comunidad son el quinto estamento de poder –y pudieron ser el sexto si se imponen las veguerías de Maragall y Carod Rovira– junto a ayuntamientos, comarcas, consejerías y Gobierno central. También en la autonomía hermanada por la historia de Aragón. Ambas han desoído el dicho de su paisano Baltasar Gracián: «Más es menos».