Dinero digital, el problema no es el cuándo sino el cómo
El gobierno de Dinamarca ha lanzado una propuesta para acabar con la obligatoriedad por parte de los comercios de aceptar dinero en efectivo en 2016. En otras palabras, a partir del primero de enero del año que viene, es muy posible que en Copenhague no podamos pagar en un comercio con billetes o calderilla. O, visto de otro modo, nosotros como turistas podremos usar la VISA, la Mastercard o la tarjeta de débito de nuestro banco para pagar la más nimia cantidad.
Ya hay muchos comercios que aceptan el pago con tarjeta de cantidades inferiores a un euro en nuestro país, aunque sea a regañadientes. Dicen que no compensa por los márgenes que imponen las entidades de crédito, pero acaban aceptando.
Ellos sabrán si hacen bien o no, aunque a mí la idea de ir por la calle solo con dinero digital no solo me parece genial por la comodidad que entraña el no tener que llevar billetes o calderilla en el bolsillo, sino también de una lógica aplastante.
Para empezar, ya casi es una realidad más que una idea para muchos de nosotros, que nos contrariamos cuando en un comercio no podemos pagar con tarjeta y tenemos que ir al cajero a sacar 20 euros, a veces incluso con recargo porque la máquina pertenece a un banco del que no somos clientes.
Pero además de ser un hecho cotidiano el no llevar más dinero que el que cabe en la banda magnética de nuestra tarjeta, es una medida segura y disuasoria contra robos y extravíos. Simplemente, si perdemos la cartera o nos roban, con una llamada podemos bloquear las tarjetas y nuestro dinero permanece a buen recaudo.
Por otro lado, está la cuestión fiscal: adiós a los pagos sin IVA, al fraude picaresco en las facturas, a los ingresos injustificados. Un poco inquietante, lo sé, que Hacienda pueda controlar hasta el último céntimo de euro que mueves, pero no nos engañemos: o vamos hacia una recaudación eficiente para el erario público o acabamos en el precipicio social.
Sin embargo, hay algo preocupante en este concepto tan nórdico de una sociedad perfecta 3.0 funcionando a base de bandas magnéticas perfeccionadas, o bien gestionada por los que tal vez sean en el futuro los nuevos bancos; empresas como Apple, Amazon o Alibaba, que tienen nuestras cuentas y centralizan una buena parte de nuestras compras digitales.
El dinero físico tiene un cierto aroma a libertad, al ser un papel de libre cambio que se mueve socialmente con la rúbrica de un estado –que es lo mismo que decir, en democracia, de un acuerdo común. Lo certifica un banco central bajo el control de todos.
El dinero digital es frío e inmaterial y no es tan libre. No cambia de manos, sino que una cifra desaparece de nuestra cuenta y aparece en otra, siempre bajo la gestión de plataformas privadas que mueven grandes cantidades de dinero y rinden cuentas a los gobiernos pero de aquella manera, al menos en los últimos tiempos.
En cierto modo, dado que no es papel sino software, al fin y al cabo, ya no es nuestro dinero sino que solo tenemos una licencia de uso. Y eso da miedo. Si el banco quiere, o el gobierno de turno se lo ordena, nos bloquean una cuenta y ya no lo tenemos.
Es lo que tienen los corralitos ¿Se imagina alguien a agentes fiscales arrebatando dinero físico a los ciudadanos en plena calle? Vale, no nos dejan llevarlo para que vea las verdes praderas de los valles andorranos, pero sigue siendo nuestro dinero y nadie nos puede prohibir que dispongamos del él, al menos bajo el imperio de la ley.
El problema es que no hay calcetín donde esconder el dinero digital, al menos para el común de los mortales que no puede montar una Sicav.
Finalmente, tampoco termina de convencerme la fórmula danesa si no media alguna propuesta estatal para socializar ese dinero.
Me refiero a que haya alguna manera de transferir el dinero de una tarjeta a otra, no ya sin la aquiescencia de los bancos y el gobierno, sino también con la posibilidad de que todos los ciudadanos puedan disponer de una tarjeta libre de costes y de un espacio en Internet para alojar sus ahorrillos y ver cuánto dinero queda hasta fin de mes.
Hay todavía en nuestro país zonas de alta exclusión –economías domésticas que ni siquiera quieren los bancos, por su difícil explotación– que quedarían marginadas de este paraíso fiscal danés. Y son ciudadanos con los mismos derechos que cualquiera de nosotros, solo que con menos formación y menos oportunidades.
Empiezan la carrera de la vida desde los últimos puestos de salida y, quizá, esa medida, que sin duda es un avance para la mayoría, signifique para ellos ponerlos unos cuantos metros más lejos de la justicia y la igualdad.