Diada sin perspectiva

Es natural que la asistencia a la Diada se deshinche: no hay perspectiva de futuro, los líderes están desacreditados y persiste una división profunda

Dolorosa, difícil, indigesta, la asunción del fracaso del asalto a la independencia, sus causas y consecuencias, resultan imprescindibles para que el independentismo evalúe su situación actual. Sin mirada certera al pasado se pierde perspectiva. Cuando falla la perspectiva, los horizontes se difuminan en la neblina.

Van saliendo libros y artículos, tesis, intentos explicativos de lo ocurrido, todos sesgados –lo contrario resulta imposible– por las respectivas posiciones. Sin ánimo de sentar cátedra, ahí va una explicación de los hechos que condujeron al desenlace del último trimestre del 2017 que cree poseer el mérito de una cierta transversalidad.

En primer lugar, intentaremos no caer en al fatalismo histórico. El estudio del pasado deja muy claro que con idénticas premisas, una confrontación más o menos equilibrada puede tener desenlaces muy distintos. En Farsalia y Actium, las batallas decisivas que acabaron la República romana, ganaron los que, en principio, lo tenían todo en contra. Antes de su triunfo, no estaba escrito que las revoluciones francesa y rusa llegaran a buen puerto, etc.

Quitémonos pues de la cabeza el doble prejuicio: “Si ha salido mal es porque son perdedores y todo les sale fatal”, “Si hemos ganado es porque somos invencibles”. Las cosas no van así. Los errores, que los hubo por las dos partes, tampoco prejuzgan el desenlace al cien por cien. Hay insensateces que se cobran y aciertos que se pagan, pero como en un partido de fútbol, el resultado no hace buenas todas las jugadas.

La mejor imagen que he sido capaz de encontrar para explicar el comportamiento del independentismo después del 1-O es de Klausevich: “Siempre es mejor dar un salto corto que uno largo –cito de memoria– pero a nadie que pretenda atravesar un foso ancho se le ocurre empezar dando un salto hasta el centro”.

Esto es con toda exactitud lo que hizo el independentismo. Podía haber aprovechado el impulso anterior y el de la jornada de la votación para saltar lo más lejos posible. Podía haber frenado y utilizar a su favor la energía acumulada y las imágenes de violencia policial para cargarse de razones.

¿Y si Puigdemont y el Parlament hubieran proclamado igualmente la independencia?

No es que los líderes se abstuvieran de hacer una cosa o la otra, es que hicieron las dos, pero en orden inverso. Primero frenaron, y así perdieron la iniciativa, la energía, la pelota por así decirlo, y luego tras una tregua unilateral estúpida y sin sentido, saltaron sin haber tomado impulso y sin la menor convicción.  Si aún así revalidaron la mayoría en el Parlament, no fue tanto por mérito propio como por doble demérito del estado y sus líderes.

En primer lugar, sobraba la policía. No puede saberse cuánta gente que no pensaba ir acudió finalmente a las urnas el 1-O al presenciar las cargas, pero su número no fue insignificante ni mucho menos. Aún así, faltaron votos y votantes, unos centenares de miles, para que pudieran extraerse consecuencias definitivas sobre la voluntad popular de los catalanes.

En los primeros días de octubre, el salto era muy arriesgado. En los últimos era fatal. Si entonces la ventana de oportunidad era estrecha, luego se cerró. Saltito al medio del foso. Chapoteo posterior. Mutuas acusaciones. En esas aún andamos.

Si las cargas otorgaron legitimidad y simpatía al referéndum, imaginemos que no hubieran existido. Consulta ilegal, denunciada pero tolerada. Consulta devaluada y sin consecuencias como la que protagonizara Artur Mas tres años antes.

¿Y si Carles Puigdemont y el Parlament hubieran proclamado igualmente la independencia? Imaginemos que tal cosa hubiera sucedido, si bien es difícil de suponer con menos votos y sin el clima de indignación popular por las porras.

En este caso, la decisión clave habría correspondido a los ciudadanos y a las empresas, que hubieran pagado religiosamente sus impuestos a la hacienda española, con lo cual el ridículo independentista, interno e internacional hubiera resultado pasmoso. España hubiera orillado el conflicto con elegancia y ganado lo indecible en imagen exterior.

El independentismo no tiene perspectivas ni líderes aceptados pero tiene fuerza social

Recuerden a Josep Tarradellas y su famosa sentencia según la cual en política se puede hacer todo menos el ridículo, si bien a veces es mejor caer en el ridículo que encaramarse por la pendiente de la épica que conduce indefectiblemente a la confrontación.

Es natural que la asistencia a la manifestación tradicional de la Diada del 11-S se vaya deshinchando. Lo raro, lo que debería dar que pensar, es que sin la menor perspectiva de futuro, con los líderes desacreditados, y en medio de una división profunda y duradera, la movilización llegara a los 600.000 en versión oficial.

Que cada cual extraiga sus consecuencias. El independentismo no tiene perspectivas ni líderes aceptados pero tiene fuerza social. Las previsibles sentencias son el único factor a la vista que podrían insuflarle nuevas energías para volverlo a intentar.

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