Después de la Guerra del Puño y la Rosa
El alcance y gravedad de la guerra civil declarada en el Partido Socialista Obrero Español rebasa, con mucho, el ámbito del propio partido. En el corto plazo, allana el camino para el retorno de Mariano Rajoy a la Moncloa. Pero, además, anticipa un nuevo bipartidismo –polarizado y frentista— de profundas y duraderas consecuencias.
Los viejos del lugar recordamos estos días el órdago que Felipe González lanzó a sus correligionarios en 1979 –llegando a dimitir como secretario general— para forzar la renuncia del partido al marxismo. Aquellos acontecimientos desbrozaron el camino hacia la mayoría absoluta obtenida en 1982 y convirtieron al PSOE en el principal actor de la transformación de España durante las décadas siguientes.
La primera es la aceleración de las tendencias generadas por el impasse político, dos elecciones generales y los recientes comicios en Galicia y Euskadi: la recuperación del Partido Popular y la consolidación de Podemos como principal referente de la izquierda. Poco importa el menguante entusiasmo que despierta Mariano Rajoy (incluso el entre su público más afín) o la corrupción que plaga la trayectoria del PP. Hartos del bloqueo político, confrontados a un discurso de izquierda radicalizado y a un procés catalán que avanza sin pausa, el instinto conservador –una categoría más amplia que ‘de derechas’— aconseja hacer piña en torno a quien mejor pueda proteger el orden de las cosas.
Ciudadanos, que irrumpió en la escena política como alternativa presentable para quienes se sentían incómodos por la estética viejuna, la ranciedad y los escándalos del PP, ya no es efectivo en esa defensa del statu quo. Como se ha visto en Galicia, la apelación a la utilidad es el talón del pretendido Aquiles, Albert Rivera. En una histórica inversión de papeles, Podemos (un conglomerado complejo si se examinan sus esquejes en Cataluña, Valencia, Galicia o, incluso, Andalucía) parece haber conquistado, pese a su retroceso el 20-J, la posición de referente de la izquierda que una vez fue el PSOE.
Y, aún con sus propias desavenencias, lo ha hecho a costa de los males que aquejan al PSOE necesitado de un profundo ‘reset’: su desconexión con los menores de 35 años; su inhabilidad para responder de manera creíble y movilizadora a la crisis social, moral y económica, su respuesta al problema territorial poco imaginativa y cercana al mainstream conservador, y casi seis años de liderazgo errático e indisimulada división interna. La eclosión de los partidos de la nueva política fue saludada –o lamentada—como el fin del bipartidismo. Pero, parafraseando a Mark Twain, «la noticia de su muerte ha sido notablemente exagerada».
De hecho, los acontecimientos del último año, prefiguran su renacimiento con nuevos bríos. Las pulsiones más básicas que operan en una sociedad son la conservación del statu quo o su transformación. En un estado autoritario, la exacerbación de esta oposición lleva a la violencia. En una democracia, significa el fin del compromiso como práctica política y aboca a la polarización. Independientemente de cómo se resuelva la crisis del PSOE, el ocaso de la socialdemocracia organizada es poco menos que una catástrofe.
Sus consecuencias son ya evidentes en Alemania y Francia, donde la derecha xenófoba planea sobre las próximas elecciones generales y presidenciales. Lo hemos visto en el Reino Unido, donde la crisis existencial del Laborismo –que presenta similitudes con la guerra de Ferraz— no sólo aleja a Jeremy Corbyn de Downing Street sino que ha removido los cimientos de la Unión Europea al facilitar, con su tibieza, el Brexit. Y lo veremos aquí con la conversión en residual de la única fuerza capaz de actuar de puente entre el conservadurismo sociológico (una masa relativamente cohesionada) y un magma de ciudadanos cabreados e izquierda rupturista que, en palabras de Pablo Iglesias, tiene que «dar miedo» para ser eficaz.
En el horizonte inmediato esperan –irresueltos— dossiers de capital importancia: los presupuestos de 2017, los ajustes que la UE espera para cumplir con sus exigencias, una inexistente política exterior, la agenda catalana… La crisis socialista prácticamente asegura que Mariano Rajoy permanezca en La Moncloa. No los dos años que una abstención del PSOE tras el 20-J hubiera hecho factible a través de una negociación robusta, sino una legislatura completa.
Es previsible que esas cuestiones pendientes se afronten con un estilo y una doctrina similar a la de los últimos años: presupuestos restrictivos con las comunidades autónomas; nuevos recortes para responder a los objetivos marcados por Bruselas; inhibición internacional y autismo con respecto a Cataluña y el resurgimiento de la reclamación del derecho a decidir en Euskadi. En los próximos días se dilucidará si Rajoy II se materializa a través de una investidura con arreglo a la actual composición del Congreso o unas terceras elecciones.
La única habilidad que se le reconoce unánimemente a Rajoy es su paciencia para ver pasar el cadáver de sus enemigos. La enloquecida crisis del PSOE valida nuevamente esa táctica y convierte una igualmente demencial llamada a las urnas el 18 de diciembre –en las que el PP obtendría con toda probabilidad un resultado aún mejor a costa de Ciudadanos y una parte de lo que resta de electorado socialista— en la opción que presumiblemente prefiere Rajoy. Libre ya de contestación interna (Aznar, Esperanza Aguirre), con un margen cómodo para gobernar, y convertido en salvador de la patria, un Rajoy que no quiere tanto perpetuarse en el poder como reivindicarse frente a sus detractores, tendrá todo el tiempo necesario para preparar su sucesión a favor de Alberto Nuñez Feijoo, el otro gran beneficiario del untergang socialista.
Las guerras fratricidas es lo que tienen. El ganador, con frecuencia, es el vecino de enfrente, que se queda con la finca a precio de saldo.