Desde el Infierno

Les confieso que siempre escribo desde el Infierno. Hace unos cuantos años que vivo allí, y, la verdad, como a cualquier hogar uno se acaba adaptando e incluso cogiéndole cariño. Es un lugar donde es muy fácil entrar, sobre todo en época de crisis, y donde realmente sólo tienes dos opciones: o adaptarte y sobrevivir o volverte loco y desaparecer.

Aquí, como cantaría U2, las calles no tienen nombre. Quieres correr, quieres esconderte, pero la oscuridad es tal que no es necesario. No hay bancos, no hay Seguridad Social, no hay leyes; tampoco carteros con malas noticias. Todo puede parecer confuso por el calor del fuego que te abrasa, aunque les sorprendería la cantidad de gente que está en la puerta esperando entrar. Algunos son unos desgraciados; otros, unas desgracias.

Unos llegan asustados. Muchos lo han perdido todo y se engañan pensando que nunca hicieron nada malo. Otros llegan asustando. Pensaban que lo tenían todo y un día se dan cuenta que lo suyo es cuestionable. Como alguien en Sabadell. Unos y otros con el tiempo averiguarán que se entra pero nunca se sale, por eso es el Infierno.

Se subsiste gracias a ese tufillo de egoísmo que hace creerte con más espaldas que nadie, más sufrido que todos, más conocedor del lado oscuro de la vida que el resto. Interpretando desde la soledad los destinos de los mortales. Conversando con Nietstche u otro filósofo, encarnado en cualquier profesión, sobre el bien y el mal. Uno acaba eligiendo su lugar y disfruta de la experiencia acumulada desde ese trono infernal.

Curiosamente, en la cultura católica el Infierno está mal visto y, aunque uno intente ayudar desde lo más íntimo de su experiencia, siempre queda delatado por esos cuernecillos negros diabólicos y ese tridente plateado que evoca tiempos peores, tiempos de miedo. El Infierno, no nos engañemos, genera aprensión. En una sociedad cómoda hemos optado por ignorarlo, cuando seguramente muchos de los que estamos allí podríamos ayudar a cerrar sus puertas para que otros no entren.

Pero en el Infierno nos gusta mucho auto engañarnos. Les confieso que aquí es bien difícil adaptarse, algunos lo hemos hecho. Traspasar esa puerta, sentir esos calores, nos alejan de la vida terrenal y hacen cundir la desesperación en más de una alma. Es algo contra lo que puedes luchar solo dotándote de integridad y buena fe. No hablo de religión, sino del fin propio de cualquier religión, simplemente ser mejores personas.

Desde el Infierno podemos criticar, podemos provocar, pero, particularmente, tenemos ese ápice maligno que no nos permite ignorar que la llegada de nuevas almas molestará nuestra ansiada tranquilidad. “No todos podemos estar en el Infierno”, nos repetimos. Y con lo que ha costado pensar que somos felices aquí, sólo nos faltaría tener que compartirlo. Ese egoísmo intrínseco que nos ha traído, es el mismo que nos permite redimir las historias y explicar las guerras libradas, cual batalla épica.

Me preguntan muchas veces cómo se puede aguantar tanto tiempo. Mi respuesta siempre es clara. Me tiraron hace años. Pasé frío, hambre y lloré. Pero al final me di cuenta de que en esta sociedad era imposible volver a lo más terrenal. Intenté adaptarme al máximo. Volqué mis esfuerzos en evitar que más gente entrara y en provocar con furia a aquellos que salieron pensando que nunca volverían y que se dedican a hacer el mal allá donde van.

En su momento, invoqué la máxima que un diablo nunca puede ser un ángel, pero un ángel nunca puede actuar sin haber sido diablo. Cuanta tranquilidad tendríamos en nuestro país, el grande o el petit, si la política se hubiera dado cuenta. Sabemos que lo terrenal se distingue por la perfección y algunos, aún habiendo caído del cielo a patadas, son ignorantes hasta en conocerse a sí mismos.

A todos ellos les recomiendo pasarse por el Infierno; donde uno llega moribundo y tras años de esfuerzo consigue engañarse pensando que ya ha logrado la tranquilidad. La calma que te hace disponer de tu tiempo, de tu vida, sin más arraigo que sentirte esclavo de tu espacio. Esto es como un resort eterno de placer. Los pequeños detalles te acompañan a diario, y gracias a ellos uno se siente más vivo que nunca. Y al final sea en la Tierra o en el Infierno, se vive de esas sensaciones diarias.

Les prometo que hasta que me dejen seguiré escribiendo desde el Infierno. Y la línea seguirá siendo, sobre todo, provocar a aquellos que se crean ángeles salvadores y que en el fondo son incapaces ni tan siquiera de haber escuchado a un ángel o un diablo.

No olvidemos que al final, a algunos les juzga la justicia y a otros la historia. Unos y otros nacemos en el mismo lugar y morimos de la misma forma. Guste o no, aquí en el tenemos una ventaja fundamental sobre la Tierra. Todos somos iguales. Y esa igualdad, que es la base de la sociedad democrática, no existe en su mundo terrenal. Es triste que en su tierra unos, por el mero hecho de nacer, tienen más derechos que otros.

Reconozco que por ese sentido realmente igualitario vale la pena que me trajeran sin comida, ni hogar, ni derechos a este lugar alejado del ruido. Quizá hace calor, pero una vez acostumbrado y auto engañado en suficiencia, les confieso que soy feliz como nunca lo fui en la Tierra. Si han llegado hasta aquí, son tan diablos como yo. Felicidades, ya pueden decir que son felices.