Dependencia, el ahorro del dolor
El sistema de la dependencia, nacido en el 2007 bajo la batuta de Zapatero para garantizar una asistencia profesional y universal a las personas que no pueden valerse por sí mismas, ha hecho aguas. El ministro Jesús Caldera, –exdirigente de la maoista ORT y natural de la exclusiva ciudad salmantina de Béjar– la vendió como la «cuarta pata» del Estado de Bienestar, tras la educación, la sanidad y las pensiones. Otro objetivo inconfeso era asentar el voto de las clases medias y bajas. Pero nació coja, sin un sistema de financiación claro y asegurado, y, recorte tras recorte, ha devenido ocho años después en una especie de limosna. Y, como tal, repartida arbitrariamente.
Tampoco han ayudado mucho las comunidades autónomas. Las gobernadas por formaciones nacionalistas fueron poniendo palos en las ruedas antes de arrancar el sistema con el pretexto de que se invadían competencias. En el caos del primer borrador de la ley, PNV, CiU y ERC llegaron a apoyar que en el acceso a las ayudas no se tuviera en cuenta el patrimonio del dependiente, de forma que tendría las mismas posibilidades la dueña del Palacio de Liria y el propietario de cinco palacetes en Pedralbes que el indigente que se arrastra a pedir a la puerta de Jesús de Medinaceli.
El balance no deja dudas de que el sistema se encuentra en retroceso. Hay 745.585 beneficiarios con prestación efectiva, 8.100 menos que en 2013, y la lista de espera se sitúa en 148.137.
Se trata de dependientes reconocidos como beneficiarios pero que no han podido acceder a las ayudas a las que tienen derecho por el atasco en la gestión de algunos de los servicios sociales autonómicos. Además, hay otros 315.000 dependientes de grado medio en el limbo o directamente ignorados, que el ministro Alonso dice que tratará de acomodar, una vez analizada la situación, «después del verano».
Tanto Alonso como su antecesora Mato pasan por alto que, como viene denunciando el Observatorio de la Dependencia, el retraso medio para recibir la prestación es de 300 días. Y lo que es hasta si se quiere macabro: uno de cada cinco dependientes, más de 100.000 desde diciembre del 2011, fallecen sin recibir el reconocimiento pese a cumplir los requisitos.
Sólo en Barcelona, según la consejera de Bienestar, Neus Munté, desde enero de 2007 han muerto 10.704 ciudadanos con la dependencia reconocida sin obtener los servicios o prestaciones que merecían. Culpa de la burocracia kafkiana y de una normativa «rotundamente excesiva». A modo de ejemplo, hay más de 671 textos legales autonómicos y 134 normas estatales. Y, sin embargo, falta una regulación estatal de acreditación de servicios profesionales de calidad que responda a las distintas necesidades de los dependientes.
Las Administraciones han pasado de abonar una media de 8.648 euros por usuario en 2009 a 6.879 euros en 2013. La reducción es del 20,4%, lo que resulta más grave si se tiene en cuenta que ha caído el número de beneficiarios por año. Los tijeretazos –1.043 millones menos por parte del Gobierno y otros tantos de las autonomías desde el 2012– se han traducido en mayor carga económica para los dependientes, obligados a aumentar el copago en un 70% en los últimos cuatro años.
Conozco un caso sangrante en Colunga (Asturias). Una persona lleva más de cinco años con dependencia extrema. Con ella vive su cónyuge de 80 años y unos ingresos de 700 euros. Pero el loable servicio social del Estado (central, autonómico, comarcal y local) subsana con creces todas las dificultades. Por ejemplo, recibe un 65% de días al mes los servicios municipales de una persona por la mañana (durante una hora) y otra, por la tarde, durante otra hora. El 35% del mes no tiene ningún servicio. Para las autoridades, durante ese tiempo la persona dependiente deja de serlo, por arte de birlibirloque, y pasa a ser totalmente activa: sube al Sueve, va en bicicleta hasta Santander, nada en la piscina unas horas, y se dedica a bailar por las noches en alguna que otra discoteca….
Si estos son los atendidos, ya puede uno imaginarse el drama de los que no llegan a ese privilegio.