Democracia y estado de derecho
En España padecemos un grave y muy preocupante déficit de cultura democrática. Es una de las muchas consecuencias negativas de tener una muy escasa tradición histórica democrática. Con la excepción de estos últimos ya casi cuarenta años han sido pocos, y por lo habitual breves, los periodos de nuestra historia vividos con democracia.
Pero todo ello no puede servir de excusa para aquellos que, en defensa de sus opciones políticas, se atreven a cuestionar, e incluso a pretender subvertir, los fundamentos mismos de un sistema democrático, que debe basarse siempre en las leyes y reglas propias de un auténtico estado de derecho.
No existe ni puede existir una verdadera democracia sin la existencia de un estado de derecho, esto es sin un sistema que se rija siempre por el predominio absoluto y permanente de las leyes aprobadas por los representantes legítimos del conjunto de la ciudadanía, que al mismo tiempo son los únicos que pueden modificarlas de forma legal.
No sirven nunca de excusa los posibles vicios de origen de esta legalidad; con mayor o menor lejanía histórica, todas las legalidades democráticas tienen su origen en sucesos traumáticos, normalmente conflictos bélicos, revoluciones, invasiones, transiciones pacíficas o violentas de una dictadura a una democracia.
Dicho esto, que parece obvio aunque algunos se empeñen todavía en cuestionarlo, es del todo punto inadmisible, amén de muy peligroso para el simple mantenimiento de una convivencia democrática, que se recurra a menudo a intentar confrontar u oponer la legalidad propia del estado de derecho con una supuesta y al menos para mí indemostrable legitimidad democrática. En un estado de derecho no hay ni puede haber otra legitimidad democrática que la emanada de la legalidad.
Todos los populismos, tanto los de derechas como los de izquierdas, tanto los secesionistas como los centralistas, tanto los confesionales como los laicistas, coinciden en su desprecio absoluto hacia la legalidad democrática, hacia el estado de derecho. Lo estamos viendo con Donald Trump, que pretende saltarse impunemente algunas normativas legales establecidas y protegidas por la Constitución de los Estados Unidos de América, con la excusa de que cuenta con el apoyo de sus votantes para ser el presidente de aquella nación.
Lo venimos viendo también desde hace años en otros países, como en la Venezuela chavista y ahora madurista. Y lo estamos viendo también, por desgracia, en importantes elementos del argumentario político del independentismo catalán, que intenta arrogarse una supuesta y no demostrada legitimidad democrática para saltarse la única legalidad aquí vigente, la del estado democrático y de derecho nacido en 1978.
La grave incultura democrática de nuestra ciudadanía, explicable por la escasa tradición histórica democrática de España pero injustificable entre políticos, juristas, analistas y comentaristas políticos, es en gran parte la responsable directa del maldito embrollo mental que aqueja a importantes sectores de nuestro país.
Todo esto no sucedería si desde los mismos inicios del actual sistema democrático se hubiesen dedicado institucionalmente todas las energías y todos los medios suficientes para sentar las bases de una verdadera cultura democrática, de una auténtica educación ciudadana.