En países con un largo historial democrático y unos medios de comunicación fuertes y consolidados, algunos de estos consideran una obligación ineludible pronunciarse claramente siempre que hay un importante proceso electoral. Lo hacen como un ejercicio de responsabilidad ante sus lectores, a los que consideran que no deben privar de su análisis de los contendientes bajo pretexto de una supuesta neutralidad. Y lo hacen, también, como un ejercicio de libertad e independencia. The New York Times, The Economist… serían buenos ejemplos.
En España, hoy por hoy eso no parece posible. La debilidad de la mayoría de empresas periodísticas, su dependencia a menudo del poder o su connivencia con las administraciones y partidos de un signo u otro, les merman de credibilidad y de fuerza para llevar a cabo un pronunciamiento semejante. Ha habido portadas en esta campaña electoral que podrían pasar a la historia como una muestra del peloteo más patético o, en paralelo, de una cierta incompetencia periodística.
Una parte, no pequeña, de los medios radicados en Madrid parecen haber estado más pendientes de cómo podrían rentabilizar el previsible vuelco electoral que se avecina que de ofrecer a sus lectores una información veraz, analítica, interpretativa, de los candidatos, sus programas o ausencia de ellos, los balances de su actuación, y todo ello desde una óptica distante y crítica como corresponde al papel que nos toca jugar a los medios.
Bien es verdad que esta campaña electoral ha sido una de las más tristes que se recuerda. Probablemente a falta de otros alicientes y ante la escasez de recursos en que se han instalado los medios de comunicación españoles la tentación de evitar problemas y arrimarse al sol que más calienta era bastante poderosa. Pero nada debería justificar ese sumiso alineamiento partidista en que han caído un cierto número de cabeceras.
Desde Economía Digital, entendemos que la campaña ha sido pobre y que deja a las claras el agotamiento del modelo partidista vigente hasta hoy. Una campaña que se ha distinguido por la ausencia de un debate mínimamente riguroso sobre los graves problemas que tiene el país y cómo encararlos.
Nada podemos saber, tras los preceptivos 15 días de estéril campaña electoral, sobre qué proyecto de Europa tienen nuestros candidatos, cómo lo pondrían en marcha, con qué aliados, qué papel debería jugar nuestro país y a qué coste.
Nada podemos saber, más allá de la poda generalizada que estamos viviendo y que seguramente viviremos aún con más profundidad en los próximos años, qué Estado tienen nuestros candidatos en la cabeza. Si está en crisis o necesita algún tipo de reformas el modelo autonómico actual, qué modelo de Estado proponen, qué suerte de organización territorial se propugna, excepto algunas vagas ideas sobre el adelgazamiento de esas repartidoras de dinero y prebendas llamadas diputaciones.
De la campaña electoral que culmina este domingo, poco bagaje habremos conseguido para poder perfilar algo más nuestro voto. Las opciones mayoritarias que se nos proponen se limitan a pedirnos un cierto pacto de adhesión: el PSOE para que no haya vuelta atrás; el PP para que se produzca el cambio que nos saque de la crisis. El resto de mensajes dominantes en el final de campaña no eran realmente propuestas políticas sino puros llamamientos al miedo: que la izquierda no se fragmente para que no vuelva la derecha; que los votos al PSOE y a ERC no debiliten a los únicos que podemos representar con grupo propio a Catalunya en el Congreso, etc., etc.
No hay, o no aparecen, programas e ideas, liderazgos, capaces de seducir al electorado y los contendientes parecen condenados a alcanzar la Moncloa por pura inercia. Cada vez con menos crédito entre la ciudadanía, según insisten en demostrar una y otra vez los barómetros del CIS, la batalla política se convierte así en un aburrido combate de boxeo, sin atisbo de esperanza.
Necesitamos urgentemente un profundo cambio en la cultura política dominante. Por desgracia, estos comicios no van a aportar nada en esa dirección. Pasará la fecha y un nuevo gobierno deberá enfrentarse a problemas de una entidad desconocida hasta la fecha. No lo podrá hacer bien si no siente en su cogote el aliento de una sociedad más crítica, exigente y donde el clientelismo reinante pierda terreno día a día.
Vote usted lo que vote este domingo, o incluso si no vota, lo que este país necesita sobre todo es una actitud activa desde el mismo 21-N. Esa sociedad adormecida, a la espera de no se sabe qué subvenciones o favores o relaciones de ventaja, que a veces le da reparo hasta protestar por un servicio infame en una cafetería o centro comercial, tiene que cambiar el chip. Sin esa presión, no será fácil el cambio de cultura política. Y sin ese cambio, no será fácil recuperar el optimismo.