Del fin de la Historia a las guerras culturales

Cuando en 1989 cae el Muro de Berlín y se desmorona el imperio soviético, la contraposición de los dos modelos antagónicos, el capitalista de libre mercado y el comunista de economía planificada, deja de existir. El primero, derrota al segundo. A lo largo del siglo XX, intelectuales, filósofos, sociólogos y economistas escribieron cientos, miles de libros sobre cómo se produciría la transición de las sociedades capitalistas al comunismo, lo que entonces se conocía con el eufemismo de socialismo real. Nadie, sin embargo, había escrito ni una sola línea sobre cómo sería la transición del socialismo real al capitalismo triunfante.

Desde entonces, cuando llegó a hablarse del “fin de la Historia”, todo el discurso político y económico se construye bajo las reglas del capitalismo; es decir, en el campo y con las reglas de lo que hasta entonces llamábamos la derecha. Margaret Thatcher y Ronald Reagan ya habían advertido de que no había otra alternativa, anticipando el fin del modelo de economía planificada, de una u otra manera, por un leviatán hipertrofiado.

Sin esa mitad del espectro, la otra mitad intentó volver a dividirse entre izquierda y derecha, aunque sólo fuera una apariencia, como lo demuestran los mandatos de los dos políticos socialdemócratas por excelencia de los años finales del siglo XX: Tony Blair en el Reino Unido, que con la llamada tercera vía teorizada por Anthony Gibbons aplicó las reformas que propulsaron el gran asalto de Londres a la globalización, y el alemán Gerhard Schroeder, cuya reforma laboral permitió a Berlín consolidarse como la economía dominante de la Unión Europea.

Cuando arranca este siglo, en lo esencial; es decir, en la política económica, en las reformas laborales, en la regulación financiera… todo lo que practica esta izquierda no se distingue en nada –salvo en detalles accesorios y adornos– de lo que proponen los partidos de derechas.

La gran nave de la globalización navega a toda vela hasta que llega la Gran Recesión y se acaba la fiesta con una montaña de deuda. Es a partir de ese momento que cabe plantear si de nuevo existe una derecha y una izquierda; es decir: dos modelos de articular las sociedades contemporáneas. Y la respuesta es no. Sigue sin haber alternativa al capitalismo globalizado, por más que la globalización también haya entrado en crisis. En el espectro político, conservadores y socialdemócratas aplican las mismas soluciones, con los consabidos toques de maquillaje y, a veces, ni siquiera se molestan en sazonar las recetas de austeridad impuestas por los tenedores de la deuda.

Pero la quiebra del sueño del progreso tiene sus consecuencias. Se hace evidente para todo el mundo que no vendrán tiempos buenos, no hay un regreso al cuerno de la abundancia. Las socialdemocracias se diluyen. Aplican las mismas recetas que los partidos conservadores, aunque intenten escuchar a las clases más duramente golpeadas por la crisis y a una clase media en horas bajas. Todo lo más consiguen frenar, con más o menos éxito, los impulsos más salvajes del capitalismo financiero: las privatizaciones de los grandes sectores públicos (sanidad, educación…) aunque sin aportar un relato creíble sobre las perspectivas de futuro de estas sociedades.

Las fuerzas conservadoras se reinventan. Es el momento de los populismos. Llevan ya un tiempo desafiando el statu quo progresista, los intocables valores de la izquierda. Las guerras culturales hacen estragos y llega el momento de una nueva derecha, heredera aparente de algunos de los peores demonios del pasado. Sus líderes y teóricos entienden que la ausencia de relato requiere de dosis masiva de emociones, especialmente de las que beben en fuentes identitarias.

Su éxito es inmediato: Donald Trump, Victor Orban, Mateo Salvini, Jair Bolsonaro… por no hablar de los brotes nacionalistas como el que provoca el brexit en el Reino Unido o el que alimenta el independentismo en Cataluña. Son, en esencia, la suma de iras individuales, orquestadas por un charlatán que vende soluciones simples a problemas complejos con la patria como señuelo.

Este neopopulismo contemporáneo, que algunos quieren etiquetar como fascismo o neofascismo, incluso cuando está revestido de un nacionalismo patentado, es siempre una variante del conservadurismo, razón por la que no encuentra obstáculos para infectar todo el espacio de la derecha. No es una política de conquista, sino una política de defensa. No es una política progresiva sino una política de preservación.

En esta resistencia al cambio representada por el populismo, también hay resistencia al cambio cultural. Esto es posible porque, como se ha dicho, la derecha ha ganado las guerras culturales, la lucha por los valores y las referencias. “La derecha propone a aquellos que se sienten humillados por la hermosa moral cosmopolita de la izquierda sentirse orgullosos del carácter estacionario de su identidad”, explica la socióloga Eva Illouz.