Del choque de trenes al choque de nacionalismos

El intento de sacar músculo por parte de nacionalistas españoles y catalanes ha conducido a que el 1-O sea un camino de no retorno

Era junio de 1991. Hacía poco que ETA había asesinado a diez personas, cinco de ellas niños, con un coche bomba en casa-cuartel de la Guardia Civil en Vic. Días después, dos de los autores fueron “abatidos”, como se dice ahora, y uno apresado en Lliçà d’Amunt. Fue un mal año: 46 muertos, frente a los 25 del año anterior, cuando ETA inició su ofensiva preolímpica en Cataluña con el asesinato de cinco policías en Sabadell.

Era una de esas cenas en las que Madrid hace honor a su fama de crisol, con comensales de diferente procedencia: una madrileña, la anfitriona, un catalán, un americano, un gallego, dos andaluces… y yo mismo, el único vasco. La conversación derivó pronto hacia el terrorismo. En seguida me vi ‘interpelado’, otra palabra de moda; rodeado, casi acosado y obligado a recordar que unos pocos descerebrados no representan a toda una sociedad, a todo un ‘pueblo’, ese término de aroma identitario.  

De pronto, el más acalorado de los andaluces dijo lo que pensaba en aquel momento de exaltación: “en cuanto se rasca, todos los vascos sois como los etarras”. La réplica me surgió del mismo sitio que a él la acusación: “y los vascos pensamos que, detrás de las castañuelas y la soleá, todos los andaluces sois unos gitanos”.

No estoy orgulloso, pero fue una epifanía. Pasado el calentón, descubrí que suficientemente provocado, yo también podía ser irracional y ofensivo. Desde entonces estoy convencido de que los anticuerpos que combaten la intolerancia, los estereotipos y el “nosotros contra ellos” hay que generarlos permanentemente. Lo más sano para la razón es abstenerse del nacionalismo –cualquier nacionalismo— más allá de la adscripción al Barça, a La Real Sociedad o a la ‘La Roja’.

Las despedidas “espontáneas” fueron tan “improvisadas” como cualquier cacerolada contra un hostal de pueblo catalán en aloje a  guardias civiles

Los cánticos de “¡A por ellos!” convertidos en soflama para despedir a la Guardia Civil y a la Policía que partía hacia Cataluña, alertan de algo muy grave en España. Tan grave como lo que ocurre en Cataluña. Algo que supera las metáforas al uso –gasolina para fuego; la retórica del “ens roban” o la de “nos quieren romper”— y excita un gen latente que se comparte en Huelva y en Hostalrich; en Salamanca y en Salàs de Pallars: la capacidad de fomentar el odio y su prima-hermana, la violencia.

Las despedidas “espontáneas” fueron tan “improvisadas” como cualquier cacerolada contra un hostal de pueblo catalán en aloje a  guardias civiles. O como las concentraciones –“Votarem!”— frente a la Fiscalía o un juzgado en que declara un alcalde independentista. De estas últimas, conocemos el origen; de las primeras, cabe sospecharlo.

El súbito fervor patriótico, con banderas constitucionales y apoyo explícito a la Carta Magna,  se manifestó a la hora indicada y en el lugar preciso frente a cuarteles y comisarías. Nada indica que los ‘ultras’, habituales guardianes de las esencias, estuvieran detrás de estas “muestras de cariño y apoyo”. Hay que preguntarse, entonces, ¿quién?

Es, quizá indicativo que el delegado del Gobierno en Andalucía, Antonio Sanz Cabello, comentara al respecto que “como español, me emociona ver este sentimiento». Sanz es uno de los pocos sobrevivientes de cuando Javier Arenas y Teofila Martínez mandaban en el PP andaluz.

El enfrentamiento entre Cataluña y España se encamina hacia la confrontación el 1-O

Los restos del PP de Esperanza Aguirre en Madrid también andan sobrexcitados de hormonas patrióticas. Después de impugnar en un tribunal de lo contencioso –casualmente presidido por un magistrado ultraconservador— un acto del 1-O en un local municipal, ahora proponen que el 12 de octubre, Día de la Hispanidad, sea una jornada de afirmación constitucional, con engalanamiento de autobuses y edificios, una ofrenda floral a los soldados y policías “que dieron su vida por España” y juras de bandera ciudadanas en todos los barrios madrileños.  

Uno se pregunta qué motiva tanto fervor en un país cuyo himno carece de letra; que tradicionalmente considera que el “patrioterismo” es una forma de engaño, y donde la supresión de la ‘mili’ fue la mejor noticia para varias generaciones hasta el gol de Iniesta y la victoria en el Mundial. ¿La iniciativa pretende defender la unidad de España, es para incordiar a Cristina Cifuentes y a Mariano Rajoy –los enemigos internos de los ‘esperancistas’— o para erosionar a Manuela Carmena y su inaceptable “complicidad” con Ada Colau.

El enfrentamiento entre Cataluña y España –y entre los propios catalanes—se encamina hacia la confrontación el 1-O. Quienes podrían evitarlo o, al menos, limitar sus consecuencias, están guiados por la testosterona, que es la hormona identitaria de la historia de España. La segregan por igual castellanos y andaluces; vascos y catalanes. Es la toxina de la ‘rauxa’, del  empecinamiento, del ‘carlistón’ que ataca al hombre después de comulgar, que describía Pio Baroja. El alcaloide que convierte las emociones en justificación de lo que sea.

Y en Cataluña, últimamente, se prodiga con un exceso irresponsable. El Gobierno practica una estrategia tan carente de matices que es difícil imaginar cómo encontrará una vía de diálogo cuando se aposente la polvareda catalana. Confiar el manejo del 1-O al Fiscal General del Estado, un ideólogo que concibe la ley como una maza, es un error temerario. Detrás del quietismo de Rajoy no ha habido nunca otra voluntad que aprovechar electoralmente el nacionalismo español. Ahora, el paroxismo del nacionalismo catalán, acabará por devorarle. Y a todo lo que hay en medio, también.

El fervor nacionalista con que se jaleó a las fuerzas de seguridad encuentra, sobradamente, su correspondencia en Cataluña

La respuesta a la rebelión soberanista aparenta improvisación, pese a que se asegura que todos los escenarios estaban previstos. Se ha subestimado el efecto de la desarticulación de la infraestructura del referéndum. No se ha contado con que la reacción alimentaría la determinación del independentismo de realizar, como sea, una jornada que pueda presentar ante el mundo como refrendo de su reivindicación y –presumiblemente—usarlo como coartada declarar la independencia.

Rajoy, en el Rose Garden de la Casa Blanca –¿qué valor tiene el espaldarazo de Donald Trump?—parecía aturdido. Hasta un punto cercano al surrealismo al afirmar que declarar la independencia, aunque sería «un disparate», es una competencia «que no me corresponde a mí, sino que tendrá que tomar el Parlament»

El fervor nacionalista con que se jaleó a las fuerzas de seguridad encuentra, sobradamente, su correspondencia en Cataluña. La del conseller de Interior, Joaquim Forn, cuando afirma que los refuerzos policiales “vienen con la voluntad de que se produzcan movilizaciones tumultuosas y que no sean pacíficas”. O la del propio president Puigdemont, cuando afirma que Cataluña, cuya entera representación él se arroga, “no perdonará jamás al unionismo” que haya ayudado “al PP a perpetrar esta agresión tan severa”.

Son palabras llenas de belicosidad, que incitan al enfrentamiento entre dos ideas genéricas: la de España y la de Cataluña, contrarias al civismo con que el ‘procés’ se ha presentado hasta ahora. Y esa división entre unionistas e independentistas, con los primeros tildados de traidores, son un llamamiento oficial a partir en bandos la sociedad civil de Cataluña.

La respuesta a la rebelión soberanista aparenta improvisación, pese a que se asegura que todos los escenarios estaban previsto

La irresponsabilidad de los políticos, la sobre-excitación de las ‘entidades cívicas’ independentistas, de los patriotas declarados en uno y otro lado y de las personas más movilizadas que el domingo desafíen los impedimentos para participar en el 1-O, coloca una inmensa responsabilidad en los millares de hombres y mujeres armados de los diferentes cuerpos y fuerzas de seguridad.

Son quienes menos tendrían que asumirla. De su profesionalidad, de su disposición a cumplir órdenes y a poner la seguridad, la vida y el patrimonio de los ciudadanos por encima de cualquier otra consideración; de su prudencia para evitar enfrentamientos entre cuerpos diferentes –Mossos, Guardia Civil, Policía Nacional y policías locales—va a depender que el 1-O no termine peor de como empieza.

El fracaso de la política es histórico. Y la responsabilidad culpable de los políticos –ya habrá tiempo de decidir en qué medida— también.