Declive de las políticas constitucionales

Hay una cierta tendencia en las formaciones políticas españolas que consiste en minusvalorar la importancia de las ideas en la acción política y, por ende, en los asuntos que afectan a los individuos como miembros de una comunidad. Sin embargo, éstas son algo más que la manifestación de un tiempo pasado o presente.

Son, también, impulsoras de los cambios de época. Y, en función de la madurez de las instituciones, de sus capacidades para reformarse y conservar, (las ideas) son útiles y valiosas para garantizar la con-vivencia entre diferentes en base a unas leyes que, inspiradas en las libertades, los derechos fundamentales y la dignidad de la persona, ejercen como un instrumento civilizador o, por el contrario, son una herramienta al servicio de la barbarie. El propio Isaiah Berlin ya advirtió, parafraseando al poeta y filósofo alemán Heinrich Heine, de que “los conceptos filosóficos engendrados en el sosiego del despacho de un profesor pueden destruir una civilización”.

Hoy, como ayer, esa máxima encierra una verdad que no se escapa al observador menos perspicaz. Como decía Michael Oakeshott, la política consiste en atender los acuerdos generales. Las ideas se acaban imponiendo y no hay mejor aliado que quienes restan importancia al poder de éstas. Pero su implementación no proviene de un demiurgo, sino de

la espontánea unión de un conjunto de individuos en torno a un proyecto compartido. El problema es que las ideas que nutren a esos proyectos no son siempre las mejores y, en muchos casos, entrañan la semilla sobre la que se construyen modelos que son una amenaza para la concepción del individuo como persona. No es lo mismo vivir en un Estado de derecho donde se respeta la libertad del individuo que en un Estado arbitrario donde no se respetan las reglas.

Teniendo en cuenta la importancia de las ideas, también es determinante la actitud con que se defienden. La capacidad de compromiso de una generación no tiene que ser la misma que las de generaciones sucesivas, pues ello dependerá del momento histórico. Y es, en esto precisamente, donde estriba una de las grandes diferencias entre la política constitucional y las ideologías. La primera permite canalizar los conflictos –innatos a la condición humana— de acuerdo a unos presupuestos neutros y garantistas, de acuerdo

a derecho; la segunda, las ideologías, enmarcadas en lo que Oakeshott denominaba “política de la fe”, entienden que “la actividad gubernamental consiste en controlar y organizar las actividades de los hombres a fin de lograr su perfección”.

La política constitucional se impuso en la mayoría de las democracias occidentales, las cuales adjetivamos como liberales después de la Segunda Guerra Mundial. Mucho antes de El fin de la historia de Francis Fukuyama, Daniel Bell ya anticipó en El fin de las ideologías (1960) el agotamiento de los “sistemas intelectuales que reclamaban la verdad para sus concepciones del mundo”. Sin embargo, si hace más de 50 años (casi 60) las sociedades occidentales asistían a la postración de las ideologías por colaborado-ras necesarias de la barbarie, hoy somos protagonistas de su renacer.

Y la principal responsabilidad de esta vuelta a las andadas, por decirlo frívolamente, se sitúa principalmente en la izquierda política y sus laboratorios (el Foro de Sao Paulo, por ejemplo) y en

su dificultad para aceptar la alternancia política que radica en las democracias constitucionales y, también, la esencia conservadora que alberga toda constitución en tanto que preserva lo bueno, limita el poder y hace de candado ante movimientos revolucionarios.

El germen que plantó Jean-Jacques Rosseau y al que Karl Marx y otros tantos –de distinta forma— dieron continuidad nunca dejo de traspasar las fronteras del ámbito académico al político. Y hoy, la recriminación de Benjamin Constant a Rousseau en sus Principios de política aplicables a todos los gobiernos por dirigirse “contra los poseedores del poder y no contra el poder mismo”, recobra más fuerza aún que entonces por la facilidad para alcanzar o mantener el poder por parte de quienes, a lomos de la regeneración, enquistan los males que padecen los sistemas políticos fruto del abandono reformista.

realizar un esfuerzo por centrar los extremos atrayendo a una mayoría social a los principios de las políticas constitucionales. Todo ello sin dejar de denunciar y desenmascarar las consecuencias de aquellas ideas que se abren paso a través del descrédito y el colapso de las mismas instituciones de las que se sirven para derribarlas.

La simplicidad que conllevan las ideologías que requieren de la destrucción de lo establecido constitucional y democráticamente, la barbarie, debe ser respondida “por una mayor amplitud y por tener límites más firmes para el desempeño de las actividades”. Es decir, por aquello que Oakeshott define como civilización. La respuesta es la civilización.