De Siria a la vía catalana

Como una rutina necesaria, el final de agosto, y por tanto del periodo más o menos vacacional, nos sitúa ante un nuevo curso y en consecuencia ante la necesidad de hacer un balance de partida que ponga sobre el papel las realidades más inmediatas que deberemos abordar. Sin ninguna jerarquía, y teniendo en cuenta que en alguna de ellas seremos apenas espectadores pasivos, parece claro que los tres nombres propios de la rentrée son Siria, el caso Bárcenas y las movilizaciones del 11 de septiembre.

Los tambores de guerra vuelven a sonar con motivo de la crisis siria. Salvo sorpresa de última hora, parece inminente un ataque de los Estados Unidos, seguramente sin despliegue de soldados sobre el territorio y aún no está claro si lo hará sólo o conseguirá formar una coalición con algún que otro compañero de viaje. Hollande, el líder socialista francés, es curiosamente quien tiene más ganas de ser invitado al estruendo de bombas.

Será un error, un nuevo error, algo que de entrada ya le ha costado al premier británico, David Cameron, un sonado fracaso en la Cámara que lidera en mayoría. La guerra, aunque sea a distancia, siempre es el fracaso de la política. En el caso sirio, debemos reconocer que las potencias occidentales, con los EEUU a la cabeza, acumulan ya en su mochila demasiados fracasos en los últimos tiempos.

Ciertamente, la situación en Siria clama al cielo, pero lleva clamando desde hace más de dos años y desde entonces nada se ha hecho. ¿Por qué los 300, 400 muertos, por supuestas armas químicas son más decisivos a la hora de atacar que los 100.000 que arrastra ya el conflicto, más el millón de refugiados? Los misiles, las bombas, no pueden ser la solución a la falta de política, porque con frecuencia lejos de mejorar la situación, la empeoran, como en Irak. Existe además un agravante para Europa, la vecindad. Alemania, tan preocupada por su liderazgo económico en la Unión, muestra un autismo hiriente en este conflicto.

Bajando el foco, el fin del verano no trae nada nuevo en las carpetas del caso Bárcenas o del de los EREs andaluces. Si acaso, la confirmación de que no hay nadie, ningún movimiento, corriente o grupo de políticos, en los dos partidos mayoritarios, que entiendan la gravedad de ambos asuntos.

El dontancredismo de que hacen gala les puede servir para ir pasando el tiempo, confiando en que como dice el proverbio catalán qui dies passa, any empeny, pero no evitarán que aumente hasta cotas insufribles el deterioro de la credibilidad que tiene la política y la convicción de que son incapaces, o no quieren, atajar la corrupción que devora nuestras instituciones y que consecuentemente lastra nuestra riqueza nacional.

Será difícil, por otra parte, que surjan alternativas de gobierno mientras los votos no castiguen las actitudes que amparan las prácticas corruptas, y esto no será así hasta que en el país surjan voces críticas e independientes, alejadas del muy extendido clientelismo que existe en la sociedad española.

En Catalunya, la vuelta a la normalidad laboral y política tiene desde el inicio de la democracia una referencia: el 11 de septiembre, la Diada Nacional. Una fecha festiva, teñida parcialmente de reivindicaciones nacionalistas, hasta el año pasado en que se convirtió en el pistoletazo de salida de una exigencia de bastante más calado: derecho a decidir la separación de España con diversas variantes.

La via catalana convocada este año ya es sin ambages por sus convocantes una reclamación de independencia, apoyada muy mayoritariamente por el ejecutivo autonómico que preside Artur Mas, y cuyo socio minoritario, Unió, está claramente pillado a contrapié. Situado desde septiembre de 2012 en primer plano, y a veces único, de la política catalana, el proyecto soberanista sólo parece tener de momento un par de claros vencedores: ERC, al que las encuestas sitúan insistentemente en la pole de unas hipotéticas elecciones, y Ciutadans, que recoge las aspiraciones de voto contrario.

Los daños colaterales son abundantes, sin embargo, para el resto de formaciones políticas, excepción acaso de las CUP. CiU parece dispuesta a sacrificarse en aras al gran objetivo nacional y a los socialistas les estallan todas las contradicciones mientras van dejándose votos y votos en cada bronca, haciendo que sus posibles electores sean incapaces de adivinar qué partido es el que realmente hay tras las siglas PSC.

Los que critican a la actual dirección por señalar la puerta de salida a los sectores más catalanistas… ¿creen realmente que caben en el mismo partido los que defienden un sistema federal limitado para España y los que reclaman un estado propio (con la coletilla “independiente o no”, sic)? ¿Cómo piensa gestionar Convergència una posible negativa del gobierno español a la consulta a la que fían todo su caudal político? Por lo que podemos saber hasta ahora, con improvisación.

Y así están las cosas en este 1 de septiembre. Los que ven tras la lectura de este balance el vaso medio vacío deberían echarse las manos a la cabeza ante el calibre de los problemas y el ensimismamiento de nuestros dirigentes en temas aparentemente no menores o centrales. Los que quieran encarar el regreso con espíritu positivo siempre pueden pensar que mucho peor no vamos a ir.

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