De Shakespeare a Mas
¿Qué es un nombre?, viene a preguntarse Shakespeare en Romeo y Julieta. Y pone en boca de la amante: «La rosa no dejaría de ser rosa, y de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo». Y esta escena viene a mi memoria una y otra vez mientras leo las noticias del fallido primer acto de la refundación convergente.
Si, en lugar de inventarse tanta historia y agravio, los hombres de Artur Mas hubiesen dedicado más tiempo a otras tareas, más lúdicas y seguramente provechosas, habrían caído en la cuenta de que el problema de Convergència Democràtica no es el nombre. Quizás de esta manera se habrían ahorrado el ridículo del pasado viernes.
No. CDC, o los restos de la fuerza que un día ocupara de manera casi abusiva el centro político catalán, que liderara durante casi 30 años ininterrumpidos la que fuera la comunidad autónoma más potente de España, tiene otros problemas mucho más graves que el del nombre que la identifica.
Seguramente, entre ellos, el más importante es su definición política. Por razones de un tacticismo ramplón, Mas arrastró a su partido desde el centro hacia las posiciones del radicalismo soberanista y en ese territorio estaban mejor aposentados y con más pedigrí y hambre ERC y las CUP. En el soberanismo, Mas y CDC ya no podían ser los líderes sino apenas uno más del grupo. Los cómputos electorales lo describen con pasmosa claridad.
Junto al ideológico, no es menor el problema de liderazgo del partido, y por tanto de su funcionamiento. Bajo la égida de Pujol, no había debate. El partido funcionaba como decía él, y punto. Ahora, bajo el gobierno de Mas, en horas bajas electorales, y fuera el dirigente del Palau de la Generalitat, aunque lo ocupe un correligionario, las cosas cambian. El golpe de Estado promovido por Mas para acaparar todo el poder está llamado al fracaso o a la inacción.
Así las cosas, la batalla del nombre no ha dejado de ser una escaramuza, un simulacro de otras guerras que Mas debe librar y ganar si quiere en serio refundar CDC. El perfume de la rosa sigue siendo aún demasiado penetrante como para que cambiándola de nombre no percibamos que es, simplemente, una rosa.