¿De quién es el 11 de septiembre?
El nacionalismo más intensivo es propenso a hacer uso patrimonial de los símbolos del país y de su lenguaje público. Es lo que ocurre todos los años con el 11 de Setiembre. Lo más sobresaliente no es la consagración patriótica de una derrota de hace tres siglos sino la apropiación que implica, hasta el punto de que los actos institucionales de la Diada generalmente han tenido un carácter implícitamente sesgado hasta incluso llegar a la presencia del Presidente de la Generalitat, Artur Mas, en el Fossar de les Moreres, que es cada año la caja de Pandora del independentismo.
La celebración de una fecha como el 11 de Setiembre de 1714 a partir de una interpretación histórica desproporcionadamente unívoca representa esa vocación patrimonial del nacionalismo, lo que algo tiene que ver con la tentación victimista. A partir de tal versión del 11-S acabamos en lo que puede llamarse un fatalismo retrospectivo, porque se da por hecho que no es posible otra versión, al contrario de lo que se constata en los análisis de un buen número de historiadores de prestigio. El 11-S tiene que ser considerada la derrota de Catalunya ante las hordas españolas. Poco importa si la Guerra de Sucesión tuvo un carácter marcadamente dinástico y con implicaciones internacionales, ni que la Cataluña de entonces no fuera unánimemente austracista o que Rafael Casanova no fuese un mártir.
Esta patrimonialización del pasado establece un único pasado posible, muy lejos de las revisiones a las que los hechos históricos se someten con el paso del tiempo, como ha ocurrido este año con la conmemoración del inicio de la Primera Guerra Mundial. Al contrario, desde el nacionalismo se acusa de negativismo a quienes no acepten la fosilización del 11-S en una historia de buenos y malos. Si tenemos en cuenta que en la tipología del negativismo el primer lugar lo ocupa la negación del Holocausto, aplicarla al 11-S resulta desorbitadamente desproporcionado. Los datos de asistencia, generalmente sometidos a la presión del activismo mediático, serán los que sean pero evidentemente no han sido nunca la objetivación de una mayoría indestructible de catalanes a favor de la secesión. Es posible que tampoco lo sean ahora.
No es una paradoja que cuanto más se radicaliza el nacionalismo, más capital simbólico pierde el catalanismo clásico. Evidentemente estamos en otra cosa. Se olvidan las formas pactistas de la voluntad política y el “hinterland” de un modelo cultural en plena crisis. Lo que no sabemos es qué viene a continuación, con o sin ruptura con España. En el paso del autonomismo asimétrico al soberanismo estamos viendo una coyuntura típica de la estrategia militar: uno pretende proteger los flancos y acaba desprotegiendo la masa táctica. Lo revelan las encuestas indicativas de una amplia mayoría de ciudadanos de Cataluña que, siendo favorables a una consulta, no la quieren si es ilegal.
De poco sirve recordar que la resistencia de Barcelona no fue una oposición dinástica específica sino una reacción popular anti-francesa, del mismo modo que después sería intensa la resistencia catalana a la invasión napoleónica. El uso patrimonial propio del nacionalismo impone la versión maniquea de lo que ocurrió hace ahora tres siglos.
Desafortunadamente, el precio final pudiera ser una mayor división de la sociedad catalana.