¿DE QUÉ MORIÁ LA DEMOCRACIA LIBERAL?
Cualquier politólogo medianamente erudito lo ha leído. Se titula La crisis de la democracia y se escribió hace 43 años. La anécdota no es banal. Las amenazas que acechan al orden demoliberal surgido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial no son recientes, sino parte consustancial de su evolución.
El libro de Crozier, Huntington y Watanuki (The crisis of demo-cracy: on the governability of democracies, New York University Press, 1975) despertó polémica en su día al señalar la creciente ten-sión entre las exigencias que la libertad política despierta en la ciudadanía y la inhabilidad de las burocracias y los gobiernos para satisfacerlas. La democracia liberal ha tenido siempre una mala salud de hierro. Según Pew Research, en las cuatro décadas transcurridas desde que se publicara la obra citada, el número de estados que se ajustan a los estándares de plena libertad política, económica y social ha crecido desde 35 de 143 en 1977 (un 24%) a 97 de 167 en 2017 (un 58%). Paralelamente, la proporción de autocracias en el mundo (dictaduras, monarquías absolutas, regímenes militares…) disminuyó en el mismo periodo de 89 (62%) a 21 (13%). En 1983, el francés Jean François Revel, resistente anti-nazi y socialista desencantado reconvertido en luminaria del pensamiento liberal, auguraba en Cómo mueren las democracias (Planeta, 1983) que la Unión Soviética (URSS) acabaría por imponer su hegemonía sobre Occidente. Seis años después, la caída del muro de Berlín en 1989 y la implosión de la URSS le invalidaron la profecía.
A los nuevos estados democráticos del este de Europa se sumó después el fracaso sistémico de las dictaduras militares en América Latina y el florecimiento de nuevos brotes democráticos en África y Asia.
¿Se equivocó Revel? A la vista de los acontecimientos de la última década, es posible que tan solo se adelantara. Como nunca antes, el ideal liberal se enfrenta en la actualidad a un reto existencial. Pero no lo acecha algo tan concreto como el afán de
la URSS de mantener por la fuerza su lugar en un mundo bipolar. Irónicamente, su deterioro es, en buena medida, consecuencia de su éxito.
La regresión de la libertad en el mundo es un hecho cuantificable. En su informe anual de 2018, Freedom House señala que sufrió retrocesos en 71 países mientras que hubo avances solo en 35. Y lo peor no es la ecuación desfavorable –dos contra uno— sino que la regresión se haya convertido en tendencia: es el duodécimo año en que se registra un conteo negativo para la democracia formal.
El renacimiento de una mitificada idea de nación-estado como refugio frente a la globalización, la reacción al híper-capitalismo o la atracción de los liderazgos fuertes son explicaciones insuficientes para entender por qué millones de personas, en sociedades avanzadas, están dispuestas a sacrificar voluntariamente las libertades.
En el mundo actual, dos tipos de fuerzas aceleran la degradación de una filosofía política que ha tardado más de dos siglos en desarrollarse.
El primero es la consolidación de un modelo de organización sociopolítica alternativo a la democracia liberal que, además, contará en breve con el argumento añadido de ser la primera potencia económica del mundo: China.
El segundo es el desacoplamiento entre libertad económica y política, que en el canon liberal son inseparables.
En China, donde no existe tradición democrática, y en las frágiles y relativamente recientes democracias de la Europa del este (o en Turquía o en Brasil o en la India o en Rusia), el recuerdo más atávico de la población no es el ansia de libertad, sino la pobreza y la falta de oportunidades de antaño.
Si ceder libertad política y abrazar liderazgos fuertes que afirmen la idea de patria frente a la hostilidad exterior (extranjeros, multinacionales que se llevan empleos…) es el precio que hay que pagar, una parte de la población lo hará, siempre y cuando se le asegure que mantendrá el nivel de vida que les ha proporcionado –precisamente— la libertad económica.
El liberticidio es más lento en países de tradición democrática consolidada y robusta institucionalidad porque tiene que superar en las urnas muchos años de democracia real. En esos países, lo atávico es la idea misma de libertad. El éxito de los nuevos nacionalismos consiste en reconocerla, pero solo para los miembros de la propia colectividad. Para los demás, en palabras de Matteo Salvini, “patada en el culo y de vuelta a su casa”.
El brexit, el acceso al poder del nacional populismo en Italia y Austria y sus avances en Alemania, Francia y otros países (resta por ver hasta dónde en España tras los resultados de Vox en Andalucía) auguran que el modelo demoliberal seguirá bajo asedio. Lo que más puede acelerar el avance de la iliberalidad o, por el contrario, revertirlo, vendrá del mismo lugar que dio forma al orden mundial fijado en 1945: los Estados Unidos.
El híper-nacionalismo de Donald Trump no solo ha dado alas a los líderes autoritarios. Al abjurar del multilateralismo y avivar la confrontación en lugar de la convivencia basada en reglas, el presidente norteamericano ha creado un vacío político y militar que otros líderes sujetos a un control institucional menos sólido que los checks & balances se esfuerzan por llenar.
¿Morirá la democracia liberal ahogada por la influencia de una China que está a punto de demostrar que no la necesita para alcanzar la hegemonía? ¿O perecerá de puro agotamiento y por su incapacidad de generar nuevas energías que la sustenten?
Pese a las negras perspectivas, nada es inevitable. En recientes elecciones celebradas en Polonia y Alemania, las fuerzas contrarias al avance autoritario han mostrado esperanzadoras señales de vigor. Y en los Estados Unidos, el rechazo provocado entre un sector del electorado le ha propinado a Trump y al Partido Republicano el peor revolcón en unas mid-term en 40 años.
La esencia de la definición “demo-liberal” es el concepto de libertad.
Cuando se disfruta, tendemos a darla por sentada. Solo cuando se cercena es cuando se activan los mecanismos, individuales y colectivos, que actúan para defenderla o recuperarla. ¿Ocurrirá esta vez?