¿De qué diálogo están hablando?
Los unionistas que aún tienen el coraje de autodenominarse catalanistas, a pesar de su oposición a que el actual conflicto soberanista se resuelva con un referéndum, están de enhorabuena. O por lo menos eso parece. Los articulistas de referencia de los unionistas son casi todos mayores de sesenta años y han aprovechado la semana que se acaba para entregarse sin reserva a la nostalgia constitucionalista al celebrar el 38 aniversario de la Constitución de 1978.
Para los forofos habituales de la Cataluña española, reivindicar esa Constitución, aunque sea una de la más estropeadas de entre las muchas que han regido los destinos de España, es evocar la Transición y eso les remite a sus años mozos. Algunos incluso exageran tanto que dan rienda suelta a la celebración antihistórica de los 200 años de constitucionalismo español, olvidando por completo los múltiples pronunciamientos militares, las dictaduras y las guerras civiles que fueron habituales desde la aprobación en 1812 de la «mítica» Constitución de Cádiz. A tenor de lo escuchado en boca de algunos profesores, a menudo me pregunto si las cátedras universitarias las regalan.
No voy a ocultarles que yo fui uno de los pocos antifranquistas e independentistas que en 1978 votamos favorablemente, y no obstante a regañadientes, una Constitución que era ambigua en muchos aspectos, empezando por el tenue reconocimiento de las nacionalidades históricas o la falta de reconocimiento de la diversidad lingüística y cultural.
En España, en español, se dice en la Carta Magna, y así es como se consagra la discriminación y se alimenta la xenofobia anticatalana de muchos españoles. Sólo los nacionalistas vascos supieron encontrar la fórmula para obtener un trato especial en las disposiciones adicionales de la Constitución. Desde entonces ningún partido vasco lo pone en cuestión, a excepción de Ciudadanos, y así les va.
Cada época tiene sus condicionantes políticos. Sin embargo, la Transición española no fue tan perfecta como aseguran sus extasiados protagonistas y sus relatores mediáticos. Entre ellos, sólo los actuales herederos de los comunistas ponen en cuestión el régimen del 78, no obstante pasen de puntillas sobre la responsabilidad del PCE y del PSUC en todo aquello, con Jordi Solé Tura, uno de los padres del engendro, a la cabeza.
Los independentistas catalanes se mostraron contrarios a la Constitución desde el primer minuto. En los diarios de sesiones del Congreso y del Senado se pueden leer las diatribas en contra de la Constitución de Heribert Barrera, líder de ERC, y de Lluís Maria Xirinachs, senador independiente, que contrastan con el fervor del nacionalista Miquel Roca i Junyent y la actitud más templada pero igualmente favorable de Josep Benet, portavoz de la Entesa dels Catalans, la coalición de senadores auspiciada por comunistas y socialistas.
Pocos independentistas catalanes votaron por la Constitución de 1978. Yo fui uno de ellos. Lo hice con una pinza en la nariz, a sabiendas de que en España los pactos duran lo que duran. En 1981 ya estaba arrepentido del sacrificio. El bochorno que me provocó la solución dada al intento de golpe de Estado me alejó definitivamente de la patraña constitucionalista. Además, la victoria electoral del PSOE en 1982 acabó por consolidar una regresión centralista que quedó probada con la LOAPA. Ese fue el primer intento de cargarse el Estado de las Autonomías de los muchos que pactaron, primero, UCD y PSOE, y después PP y PSOE, los partidos del turno de la segunda restauración borbónica.
Y allí siguen todavía. O peor, si cabe, porque el PSOE está «cautivo y desarmado» y ahora su gestora post golpe de mano contra Sánchez exige al PSC que renuncie a su carácter de partido nacional catalán, rectificando lo que acordaron los tres partidos socialistas catalanes en el pacto de unificación de abril de 1978. Miquel Iceta le tendrá que preguntar a Susana Díaz eso que cantaba Sabina con voz ronca antes de volverse él mismo un ferviente patriota español: «¿Quién me ha robado el mes de abril?». Con esa exigencia del PSOE al PSC está a punto de caer el último bastión constitucionalista con pedigrí catalanista.
El PP está intentando mermar la cohesión de los independentistas con todo tipo argumentos e incluso con gestos estéticos para atraer a los moderados. Es ahí donde intervienen los opinadores y articulistas unionistas que escriben en los medios contrarios al soberanismo, celebrando la pantomima esa de que Soraya Sáenz de Santamaría haya puesto despacho en el palacete virreinal de Barcelona o proclamando que la CUP ha impuesto a todos los independentistas la lógica de la desobediencia porque muchos alcaldes del PDECat —el soberanismo burgués, según ellos—, recibió los fastos del 6D con el tradicional hashtag independentista #resacelebrar.
Los únicos que aún no se han enterado de que los antiguos nacionalistas seguidores de Jordi Pujol y Miquel Roca ya no son lo que eran son, precisamente, los políticos y articulistas que antes les criticaban por insolidarios por defender ese «peix al cove» tan pujolista como extenuante. Otra nostalgia de juventud: contra Pujol vivían mejor y se sentían seguros.
Lo único que cabe esperar de esa operación diálogo que celebran los unionistas catalanes es que finalmente PP y PSOE acepten la convocatoria legal de un referéndum de autodeterminación en Cataluña. Cualquier otra opción sólo deja una salida, la del referéndum unilateral, con la que está comprometida la mayoría soberanista en el Parlamento catalán liderada por el MHP Carles Puigdemont. En la cumbre del 23 de diciembre va a quedar claro.
Quienes quieran evitar el conflicto ya saben lo que deben susurrarle al oído a la vicepresidenta del Gobierno español cuando les invite a tomar chocolate con churros en su nuevo despacho de virreina (¡le va a quitar el puesto a Millo!) y les hable en catalán, como Aznar en su día, en la intimidad de la mesa camilla.
Sin referéndum no habrá diálogo. Que en Madrid no se engañen ni esperen la traición de los soberanistas moderados. No la habrá, porque quien cayese en la tentación de pactar bajo mano algo distinto moriría en el intento. 2016 no se parece en nada a 2006, cuando los autonomistas se apuñalaron entre ellos. Una década de desencanto ha puesto las cosas en su sitio y en Cataluña ha desaparecido mayoritariamente la «ilusión» constitucionalista.