De Mariona Rebull a Mariona Carulla

 

En el Palau de la Música que preside Mariona Carulla, historia y opacidad se alimentan mutuamente. Hace más de dos años que la plantilla del Orfeo Català soporta una organización piramidal en la que, según su comité de empresa, reciben más los que menos hacen. Pero, en la casa de la música, los malos entendidos (no los delitos) no son de ahora; vienen de la época de Fèlix Millet i Maristany, el padre del inculpado, Fèlix Millet i Tusell, acusado de falsedad y estafa.

Millet i Maristany presidió cosas tan distintas como el Palau de la Música y el Banco Popular Español; también fue uno de los fundadores de Omnium Cultural, creado en 1961, gracias a las aportaciones de Joan Cendrós, Joan Vallvè, Pau Riera y Lluís Carulla, el pionero de Agrolimen y padre de Mariona Carulla.

En su mejor momento, Millet i Maristany formó parte de la Comissió Abad Oliba, junto a Josep Benet (senador de izquierdas, pero también letrado de los Valls Taberner), bajo la presidencia del financiero Felix Escalas, que donó su velero, el Sant Mus, a la Escuela de Flechas Navales de Barcelona, en señal de gratitud al Movimiento Nacional.

Escalas representó el puente entre el franquismo y la sociedad catalana, mientras que Millet padre hizo las veces de tangente entre ambos lados, como se vio en la Abad Oliba que entronizó en la basílica catalana la imagen de la virgen morena, flanqueada por una compañía del tercio de Nuestra Señora de Montserrat, correaje, bocamanga y boina roja. Aquel día, el laureado cuerpo requeté, tres veces heroico por cuenta del bando Nacional, cantó su himno con letra de uno de sus gastadores, el académico y gran medievalista, Martín de Riquer.

Los Millet y los Carulla son un buen ejemplo de la liaison entre historia y opacidad; entre arrojo y silencio. Después de reconocer su delito y abandonar la permanencia de su linaje, Millet i Tusell ha dejado un testamento ágrafo en el Palau (de ahí la complejidad del caso judicial).

Durante años, nadie adivinó los turbios manejos contables de Fèlix. Mariona Carulla formaba parte de la fundación Palau-Orfeó, cuyas donaciones dilapidó Millet, pero, ella no lo advirtió, como le ocurrió al resto del patronato; tampoco supo nada la mano derecha de Fèlix, Rosa Garicano, la hija del antiguo gobernador Garicano Goñi, vigía de la lucecita del Pardo más arriba del Ebro.

Blandiendo su lado femenino, Mariona (pese a su licenciatura en Económicas) podría decir, que entonces no se ocupaba de los fondos, del mismo modo que no lo hizo su propia madre, Montserrat, viuda de Lluís Carulla, ex vicepresidenta del Palau, recatada tras la benevolente displicencia de las grandes damas, sean de ficción, como la Rebull inventada por Iglesias, o sean reales al estilo de Bibis Salisachs, la esposa de Juan Antonio Samaranch, o de Madronita Andreu, hija del eminente farmacólogo y centro de la vida social barcelonesa de los sesenta.

Mariona no lo advirtió, aunque luego, en el transcurso de la refundación del Palau, ha demostrado ser una mujer de acción; una ejecutiva de primera. En Agrolimen, su grupo familiar, no se limitó a ser la esposa de Jaume Tomas –consejero y favorito del viejo Carulla– bandeado más tarde por Lluís y Artur, los hermanos que ahora rigen los destinos de la gran empresa alimentaria.

En su universo patrimonial privado, Mariona protocolizó licencias y herencias, como el presunto desvío de fondos de los Carulla a paraísos fiscales, hoy en manos del juzgado, o como la gestión medioambiental de la isla de Buda, adquirida por su padre, situada en el estuario del Delta del Ebro, en liza con otras extravagantes presas que, en su momento, hicieron fama en el papel couchè, al estilo de la isla de los Rivière o la de los Sentís, ambas en Cadaqués.

Fèlix, el inculpado confeso del caso Palau, tiene el peor cáliz que reserva a sus proscritos la sociedad catalana: el olvido. Mariona, por su parte, agotará hasta el último sorbo su gran dosis de responsabilidad: relanzar el Palau, el emblema de un pueblo que ama la música, con la misma pasión que sienten los italianos por Verdi o los alemanes por la ciudad wagneriana de Bayreuth. La presidenta del Palau ha dicho recientemente que “estaría encantada” si la fundación nacionalista Trias Fargas devuelve el dinero al Orfeo Català, que presuntamente le fue concedido. Y, como es bien sabido, detrás de la presunción asoma una financiación política irregular, el talón de Aquiles de una nación rendida a la estética, que ha perdido su antiguo pudor.

Entre ajustes y avances técnicos, la plantilla del Palau se queja; lamenta su papel subalterno. El caso Millet se eterniza en la diligencia judicial. Solo su culminación explicará el puente entre historia y opacidad, entre glamour y silencio.