De la Gran Serbia a la Gran Prusia
La interminable crisis económica ha desvelado la insolidaridad alemana, un país conducido por la minoría berlinesa, una moderna Gran Prusia, cuya apuesta por la austeridad empobrece a zonas enteras y a la vez levanta adeptos. La Europa de Maastricht, que fue capaz de movilizar a la Alianza Atlántica frente al nacionalismo expansivo de la llamada Gran Serbia, no consigue superar hoy su primer examen de grado: el euro.
En la periferia del continente, España libra el reto del soberanismo catalán. Una apelación al futuro marcada por un presente incierto. Mucho peor que ignorar la historia es tener sobre ella un uso desconsiderado. España no tiene por qué ser diferente de Francia, la antigua Yugoslavia o Alemania, cuyos ciudadanos se preguntan a menudo si los recuerdos de la última guerra han sido olvidados o superados. Las heridas sobre la piel de una sociedad no se restañan solo con el paso del tiempo. Los estados anclados pagan retrospectivamente (a menudo con intereses) los errores de su etapa autoritaria; y no es necesario citar la cadena de dictaduras, dictablandas, directorios y restauraciones borbónicas, que ha sufrido España en los dos últimos siglos. La Constitución del 78 es una novedad poderosa, pero su pervivencia depende de la dialéctica cambiante de la Carta Magna, mucho más que de su fosilización pretendida por los partidos autoproclamados constitucionalistas.
El ánimo de quienes quieren proteger los intereses españoles en Catalunya ya ha mostrado, en muchas ocasiones, su carácter residual. Suele decirse que la mejor movilización es aquella que busca socorrer a ciudadanos atrapados en un territorio segregado. Sin embargo, en Catalunya no se dan los condicionantes, ni en lo político, ni tampoco en su imaginario iconográfico (Don Pelayo está muy lejos de Jofre). No es la primera vez que el temor a la independencia desata la furia española, cuyo efecto resulta similar al que movió en los noventa los intereses serbios en Kosovo, un país que hoy llama a la puerta del euro. Durante la crisis de los Balcanes, pese a ser una zona de mayoría albanesa, Kosovo significaba para los serbios (especialmente para la Iglesia Ortodoxa) un lugar sagrado; Belgrado enaltecía aquel territorio, como la cuna de su civilización con la que ha mantenido una mística de honor y heroísmo.
El ejemplo kosovar (una década después de la guerra criminal desatada por la Gran Serbia), junto a casos como el de Ucrania en Rusia o las repúblicas bálticas, orientan en parte la postura de conservadores y socialistas españoles en el caso catalán. Los dos grandes partidos han transitado desde una orientación jacobina hasta un nacionalismo panhispánico. El jacobinismo fue fruto de una descentralización en la que Madrid cedía cuotas de poder pero conservando intacta la legitimidad, mientras que el actual brote de nacionalismo español es una pura reacción a la bilateralidad que exige Catalunya. La comparación con los Balcanes resulta aún más pertinente cuando imaginamos lo que fue la Yugoslavia de Tito con sus siete enanitos (en la etapa comunista eran las siete naciones de la región) y su paralelismo arquitectónico con el estado de las autonomías, un esquema “federal imperfecto”, en palabras recientes de Antoni Zabalza, empresario y catedrático de Hacienda Pública.
La vindicación soberanista, el cráter de los comicios que hoy se celebran en Catalunya, tiene una importancia extrema para el modelo del Estado español. Hasta el punto que, en un mitin de campaña, el mismo presidente Mariano Rajoy ha llegado a decir literalmente que “estas elecciones son más importantes que las de España”. Nuestro Estado es un producto amalgamado de alianzas de clase y de incorporaciones burocráticas posteriores, realizadas sin el respaldo histórico de los grandes momentos de Europa (el Renacimiento y la Ilustración); y que tampoco ha contado con el movimiento romántico que alumbró, hace más de 200 años, la aparición de los estados-nación (la Alemania de Goethe o la Italia de Garibaldi). Aunque, como es conocido, el legado tardío de esta última etapa marcó la Reneixença (oficializada por Bonaventura Aribau en el diario El vapor), auspiciada por el anhelo nacional catalán y la recuperación de la lengua.
Desde entonces, los derechos de la nación catalana no se han visto reflejados en un Estado plurinacional. La mirada tradicionalmente europea, la que consagra el nacionalismo como un “estado de ánimo” (Isaiah Berlin) abre las puertas de la pertenencia a una comunidad y cierra, al mismo tiempo, el concepto de pueblo biológico, que camufla un principio racial en el derecho internacional. El nacionalismo étnico se ve a partir de experiencias como las de Moldavia, Ucrania, Armenia, Osetia o Georgia, apresadas en el antiguo cinturón soviético, hijas del gulag. El Este se lleva la peor parte. Su tradición conjuga con la reacción del orgullo herido y hasta con la cólera impotente.
En el Oeste, en la Unión Europea, la cesión de soberanías por parte de los países miembros ha mostrado la cara menos amable de algunos estados. Maastricht fue la protagonista impropia, porque muchos vieron en la libre circulación de personas y mercancías, consagrada en el tratado, los peligros de la competencia. Solo era un aviso. Finalmente, la tentación proteccionista real ha llegado mucho después, cuando en plena crisis sistémica, una nueva Alemania, la Gran Prusia, ha resquebrajado la cohesión de la moneda común.