De cómo el empresariado catalán dijo ‘no’ a la independencia
El empresariado catalán no es independentista como colectivo. No lo es aunque tratándose de un grupo heterogéneo e ideológicamente transversal, existen voces aisladas a favor de la separación de España. Por definición, la clase empresarial es conservadora, forma parte del establishment y se siente, dependiendo del momento, más o menos cómoda con el actual estado de cosas.
Por más que dijeran lo contrario algunos sondeos exprés elaborados por Pimec y la Cámara de Comercio de Barcelona, sin ningún rigor demoscópico y cocinados básicamente por una peligrosa vocación de arropar al partido en el Gobierno de Catalunya en su negociación de una mejora financiera, el empresariado es inmovilista con respecto a la estructura del Estado. Le inquieta mucho más la profunda crisis institucional que atraviesa España que las relaciones políticas coyunturales entre su tierra y la maquinaria administrativa del Estado. El empresariado, prosigo, es profundamente constitucionalista, porque en la seguridad jurídica basa sus negocios y sus proyectos futuros. Lo contrario produce, directamente, sarpullidos.
La historia reciente del empresariado catalán es clara y no deja lugar a dudas. El presente, sin embargo, es convulso en lo político. Por no hablar del futuro, que se percibe con más temor que ilusión.
Es difícil cuantificar cuáles serían los riesgos en términos económicos y empresariales de una eventual independencia. Pero sí que empiezan a detectarse los problemas que el propio debate está produciendo en el tejido económico. Las inseguridades que destila, el deterioro sentimental que produce a uno y otro lado del Ebro y la imagen externa que proyecta de inestabilidad política y jurídica. Todo ello, aunque intangible, es un elemento desincentivador de la actividad productiva, de la inversión, de la búsqueda de alianzas y del negocio concebido como una actividad global y transfronteriza. Eso ya sucede.
Esta semana, Foment del Treball hubo de maniobrar a la catalana. Es decir, firmar un papelito en el que se viene a decir que todos somos profundamente demócratas y queremos decidir sobre lo que nos pongan delante. Y que nada de eso se puede llevar a cabo de espaldas a la legalidad. Pero que de adherirse al llamado Pacto Nacional por el Derecho a Decidir, ni hablar. Quizá habrán visto otras lecturas en algunos medios, pero tengan por seguro que esta es la síntesis certera.
Foment ha decidido, a diferencia de otras pequeñas patronales catalanas más implicadas y dependientes del status quo político, decir no a la independencia diciendo sí a un documento que podría firmar cualquiera con unos principios democráticos del siglo XXI. Avalando, para ser aún más claros, la necesidad de un pacto fiscal en el marco constitucional.
Fue unánime, rápido y sin debate. Vamos, una cirugía menor y con la distancia del láser. Y, además, ha pretendido ser sutil y sin estridencias.
Y, acto seguido, Foment del Treball, la patronal que organizó la CEOE en España, una de las instituciones más antiguas de la ciudad y con un pedigrí de mayor independencia política se puso a trabajar, a lo suyo. Su presidente, Joaquín Gay de Montellà, ya le ha pedido al presidente Artur Mas que modere su papel de diletante político y confeccione los presupuestos, que eso es lo importante. Que durante 2013 le ha dado muchas largas al mundo empresarial, pero que en 2014 ya no puede proseguir sin unas cuentas públicas claras y aprobadas por el Parlament.
Eso es lo que ocupa y preocupa al empresariado catalán ahora. Devolver a la normalidad una situación política que comienza a ser peligrosamente anormal para la economía. Aunque tímidos, quizá hayan sido de los primeros (entre ellos y Duran Lleida estaría el podio) en percibir que después de los grandes fastos nacionalistas del último año y medio, lo que más le conviene a la sociedad catalana y a sus empresas es ponerse a trabajar en serio para no perderse la salida de la crisis.