De CDC a Junts pel Sí o el cambio de rasante

A principios del verano de 1978, Anton Cañellas, entonces aún máximo dirigente de UDC, tenía en mente la idea de que era necesario crear una especie de federación de centro amplio, donde cupieran todos los partidos catalanes moderados de aquel momento. El trasunto de dicha operación era ligar el centroderecha catalán a la UCD de Adolfo Suárez.

En el seno de UDC ya se había producido la escisión de tres miembros de la ejecutiva (Simeó Miquel, Albert Vila y Josep Miró i Ardèvol), quienes también defendían convertir a Unió en la CSU catalana respecto a la UCD española, que sería así la CDU alemana. Cañellas, sin embargo, no les siguió. Se mantuvo al frente del partido, mientras que ese grupo minoritario creó el partido UDCC-Club Maritain, a la espera de acontecimientos.

Aquel verano de transición, Cañellas se integró, sin consultarlo a su partido, en el comité de enlace que coordinaba al Centre Català de Carles Güell de Sentmenat y a la sección catalana de UCD dirigida por Carles Sentís. La pretensión de Cañellas era la misma que había provocado la escisión del grupo de jóvenes democratacristianos, pero su interés máximo era integrar en aquella operación a CDC, el partido de Jordi Pujol, cuyo presidente era Ramon Trias Fargas, y Miquel Roca i Junyent, cuñado de Cañellas, ocupaba la secretaría general adjunta.

Tres días antes de la celebración del 11 de setiembre de aquel año, Cañellas fue entrevistado por Joan Nogués para el diario Avui, como continuación del artículo publicado por él el 22 de agosto para dar respuesta a la pulla que le había propinado Jordi Pujol en otro artículo, fechado el 5 de agosto. Una noticia en la que, hablando de los socialistas, criticaba a Cañellas por entender que su propuesta era sucursalista.

En esa entrevista, Cañellas expuso largo y tendido sus tesis, llegando a la conclusión de que «si no defendemos una política independentista, tenemos que participar en el gobierno de Suárez, establecer un programa común e ir adelante. Participar en la parte que nos toca.» Ese fue el eterno dilema del catalanismo, digamos, decimonónico, y fue el mismo que acabó enfrentando a Jordi Pujol y Miquel Roca después del sonoro fracaso de la Operación Reformista de 1986, cuyos mentores en Madrid, empezando por Florentino Pérez, sólo «conllevaron» el catalanismo de CDC.

En la biografía que Josep M. Puigjaner dedicó a Anton Cañellas, se explica que CDC rechazó de plano la estrategia del líder democratacristiano, que contaba con el aval de algunos dirigentes europeos de peso, por boca de Ramon Trias Fargas, un liberal progresista para nada clerical. Trias Fargas descartó la fusión de CDC con UCD sin renunciar, sin embargo, a la posibilidad de llegar a acuerdos con Suárez o con quien fuera, ya que «sin negociar con aquellos que gobernasen en Madrid, el nacionalismo catalán estaría forzado a avanzar por el camino del independentismo». ¡Es imposible una mejor definición de lo que sería el «peix al cove» pujolista, de su autonomismo esencial!

Tanto Cañellas como CDC descartaban la vía secesionista pero discrepaban sobre la manera de relacionarse con Madrid. Cañellas quería integrarse en la derecha española y Pujol quería pactar con quien fuera que mandase en Madrid sin pagar ese peaje. La posición de Cañellas le enfrentó a Francesc Borrell, presidente del Comitè de Govern, a la sazón jefe de filas de la facción de centroizquierda de su partido. Cuando el veterano Miquel Coll i Alentorn decantó la balanza en favor del primero, la situación de Cañellas se vio comprometida. El 30 de setiembre de 1978, el Consejo Nacional de UDC le apartó del partido. Desde ese mismo instante, Cañellas se afilió a la UCD de Adolfo Suárez hasta la muerte del invento suarista. En febrero de 1983, Cañellas fue designado Síndic de Greuges de Catalunya, a propuesta de Pasqual Maragall i Jordi Pujol. ¡Cosas de familia!

Mientras tanto, el acuerdo entre los democratacristianos y CDC se concretó en el llamado «pacto de entendimiento», firmado el 19 de setiembre de 1978, iniciándose así lo que fue una fructífera alianza de 37 años, que se extinguió poco antes de la convocatoria de las últimas elecciones debido a las razones contrarias por las que había nacido. Con el acuerdo entre UDC y CDC se rechazaba la vía independentista al tiempo que se apostaba por erigir a CiU en la única opción nacionalista autonomista.

El acuerdo dio origen al «pujolismo», que fue ese período de dominio nacionalista en la Generalitat, de «peix al cove» en Madrid, pero también de hegemonía izquierdista en las universidades y en el mundo cultural, y de insulsa construcción de la autonomía, lo que maquilló los déficits de autogobierno que la crisis económica y el neocentralismo español puso al descubierto.

El «pujolismo» empezó a derrumbarse en 1999, pero a partir de 2010, con la vuelta de CiU al poder en unas circunstancias económicas deplorables, la generación nacionalista de los «cuarentones», liderada por Artur Mas, que es diez años mayor, acabó de enterrarlo. Esa nueva dirigencia de CDC se fue dando cuenta de que no podían seguir haciendo lo mismo de siempre, sobre todo después de la magna manifestación del Once de Setiembre de 2012 y del fracaso de la negación con el PP de su propuesta de pacto fiscal.

Constatada la muerte del «pujolismo», al nacionalismo catalán le quedaban pocas alternativas. Seguir por la senda del «peix al cove«, paradigma del autonomismo nacionalista, no tenía ningún sentido, porque además de ser inútil no solucionaba el problema real sobre la capacidad de tomar decisiones en Cataluña para afrontar la crisis y obtener recursos para sostener el Estado del bienestar.

La soberanización de CDC ha sido la mayor contribución de Artur Mas y de la nueva generación al proceso de soberanización general de Cataluña. Desde la primera legislatura de su vuelta al gobierno, en 2010, Mas tomó dolorosas medidas políticas, al mismo tiempo que iba asumiendo que debía encontrar una salida a la desconexión de España, que reclamaba en la calle una mayoría de catalanes. Por lo menos el 50%, como quedó reflejado en los resultados del 27S.

Mas aplicó la austeridad que, de una manera mucho más traumática y dolorosa, ahora aplicará por tercera vez Alexis Tsipras en Grecia, y que aplicó en su día Pedro Passos Coelho en Portugal, sin que le pasasen una factura excesiva en las pasadas elecciones. En todo caso, el mismo desgaste electoral que sufrió CiU entre las elecciones de 2010 y 2012. Esas medidas son las que ahora le reprocha la CUP para afearle la nueva —y segura— investidura. Está claro que Mas no ha sido el único responsable del giro soberanista de CDC, pero él es el icono al que quieren derrumbar tirios y troyanos, unos por motivos ideológicos y otros por «patriotismo constitucional», detrás de cuyas filas se esconden los nacionalistas españoles.

Digamos las cosas por su nombre. Las últimas elecciones han demostrado bastantes cosas. En primer lugar, que la apuesta de CDC por Junts pel Sí y por presentarse sin complejos como una opción independentista al lado de ERC ha dado sus frutos, aunque haya puesto de manifiesto los límites de la soberanización catalana. En segundo lugar, los resultados del 27S han demostrado que durante estos años los comunistas y los socialistas —ese reverso del «pujolismo» que deberíamos denominar «salismo» (por Josep Maria Sala, el subvencionador de las Casas Regionales) en vez de «maragallismo»— no lograron integrar a la tradición catalanista a esa parte de sus votantes que hoy dan su apoyo indistintamente a Podemos (en las municipales) y a C’s (en las plebiscitarias), sin ningún tipo de apego ideológico a ninguno de los dos partidos, puesto que les votan por mera identificación identitaria. Sobre eso ya escribiré en otra ocasión.

Junts pel Sí puede convertirse en el SNP (Partido Nacional Escocés) que no supieron poner en marcha ni Cañellas, ni Pujol, ni Roca i Junyent, ni Trias Fargas, ni Heribert Barrera, ni Joan Cornudella, ni Verde Aldea, ni tantos otros catalanistas, simplemente porque su proyecto era esa Sepharad de Espriu, regado con las tesis «catalanizadoras» de España que Vicens Vives convirtió en un programa político transversal que inspiraba a las izquierdas y las derechas catalanas. Y podría serlo, como apuntó Francesc-Marc Álvaro en un artículo reciente, si el soberanismo central de Junts pel Sí repitiera la experiencia en las elecciones del 20D y consiguiera un número de diputados importante para convertirse en la voz independentista catalana en Madrid.

Durante la transición, el soberanismo fue derrotado por el miedo a la vuelta atrás y que se perdiese lo poco que se había recuperado con el retorno del presidente Josep Tarradellas y la restitución de la Generalitat. Durante el verano de 1978, se debatió el modelo que han compartido todos los partidos del período autonomista. En 2015, con la disolución de CiU, se abrió la puerta a los nuevos tiempos, ansiosos de cambio. Quien sabe si Junts pel Sí se convierte en ese conglomerado de centroizquierda que soñaron algunos en los años de la transición y que fracasó por estar siempre pendientes de lo que se quería en Madrid.

En todo caso, lo cierto es que hay discusiones que ya no tienen sentido. Estamos ante el mayor reto que se ha planteado el catalanismo, desde su irrupción en 1885, como movimiento en defensa de la personalidad nacional y cultural de Cataluña. El error sería plantearlo como si estuviéramos en 1978 y no hubiese pasado nada el 27S.