De Algeciras a Estambul
Así canta el Mediterráneo, Joan Manuel Serrat. El mismo día en el que saldrá publicado este artículo, los griegos se pronunciarán en un ejercicio de democracia. La victoria será, probablemente, pírrica. Porque gane el sí o gane el no, la situación quedará enmarañada.
Mi modesta impresión es que ya que no se aborda ninguno de los problemas estructurales en Europa, ni de cada uno de los estados más débiles; nos encaminamos hacia el desastre.
En apariencia, Europa ha hecho una exitosa unificación monetaria. Pero no ha dado ningún paso hacia la unificación de las políticas fiscales, y ha sido incapaz de modificar las políticas de fomento al desarrollo, que han generado varios mezzogiornos, modernización sin desarrollo. ¿Ha sido Europa incapaz o no ha podido? Porque quizá de lo que se trataba era de habilitar una nueva división territorial del trabajo: adjudicar a los estados más retrasados el papel de suministradores de mano de obra barata en un primer momento, un ejército laboral de reserva. Y, en una segunda etapa, habilitar una inmensa masa de consumidores y de deudores que garantizasen los beneficios de las empresas productivas y de los acreedores del centro y el norte.
No obstante, ésta no es una película en blanco y negro, como la ven algunas izquierdas populistas que estos días se enardecen con el referéndum griego. Lamentablemente, las élites políticas y sociales de los estados del sur se han adaptado y beneficiado del modelo dual europeo. El endeudamiento inducido por los patronos de la UE, junto a las abundantes vías de llegada de fondos europeos, ha permitido generar un clientelismo político, también de izquierdas, instalado sobre una ficción. Se ofreció a los ciudadanos griegos unos niveles de vida y bienestar que no se correspondían con el nivel real de generación de riqueza. Y ésto continuará así después del domingo, haya o no negociación. Porque en la hipótesis más favorable de una quita y un pacto de devolución a largo plazo, el problema griego -y el italiano, y el español- es que no se ha conseguido lanzar economía potentes y autosuficientes. En otras palabras, cuando partes del territorio las generan, caso de Cataluña o del norte de Italia, un Estado copado por las clases extractivas se lanza a chantajearlas hasta dejarlas exhaustas. Y la Unión Europea ha hecho caso omiso de la gestión de su dinero dentro de los estados. La UE ha predicado subsidiariedad, pero nunca la ha defendido con vehemencia ante estados como el español -o el griego-, sobredimensionados en burocracia central y con tendencia a la centralización.
Por ello, Islandia o Noruega demuestran que hay vida más allá de la UE. Pero, ¿están las clases dirigentes de España o Grecia -incluídas las izquierdas que van de alternativas– dispuestas a vivir o sobrevivir según sus propias capacidades?
No querría acabar mi reflexión dominical sin una referencia a hechos que me han causado extrema vergüenza ajena. Como las reiteradas declaraciones de ministros del PP dando lecciones a propios y extraños sobre Grecia, la misma semana que se ha sabido confidencialmente -no hubo ningún comentario en la prensa del régimen- que el BCE salvó a España el lunes de un trompazo económico. Se produjeron ventas masivas de deuda. Y sólo la reacción fulminante del BCE evitó que el tsunami del mar Egeo llegara a Algeciras.
Ya pueden Rajoy y de Guindos decir a los españoles que estén tranquilos. Porque la realidad es que si el caso griego se enmaraña aún más, no podrán hacer nada para evitar el contagio. En estos momentos ya sabemos que a Grecia y España les ha pasado aquello del deudor pequeño a quien persiguen los bancos, y el deudor grande salvado por los bancos, respectivamente.
Alguna fuente cercana al Gobierno en Madrid ha calificado la jornada del lunes de «auténtico horror», y que sin el BCE habría sido un verdadero infierno.
Mientras, aquí, Rajoy avanza medio año la rebaja del IRPF, mientras se están saqueando los fondos de la Seguridad Social. La misma semana que Bárcenas revela que el PP se ha financiado ilegalmente desde 1982, e implica a todos los presidentes de la formación.
Por todo ello, el trabajo que tenemos los progresistas, sean en versión reformista española o en versión independentista catalana, es hacer entender a la gerontocracia electoral –que es determinante en los resultados electorales– que el miedo al cambio, que los lleva a ser menos de izquierdas y/o menos independentistas (última encuesta del CEO), es un bumerán.
Jubilados, desde mi sintonía generacional, os puedo decir que la ciega resistencia a los cambios acaba provocando desastres incontrolables. Y no sean insolidarios, pensando que sus hijos o nietos ya se espavilarán. El desastre, si no se hacen pronto cambios de calado, nos atrapará a todos.