Durante algunos años de mi juventud estudié piano y solfeo en el Conservatori del Liceu de Barcelona. Cada miércoles a media tarde mi hermano y yo nos dirigíamos a La Rambla con aire displicente.
Nuestros padres nos habían dado una educación muy sui generis, en la que la libertad fue la norma habitual. Pero en lo concerniente a nuestros estudios musicales, adoptaron una actitud prusiana, en la que no había negociación posible: era obligatorio ir a clase y aprobar el curso. Y punto.
Recuerdo unas tardes oscuras, algo barrocas, pisando hojas secas sobre el mosaico ondulante de La Rambla. En aquella época había pocos turistas, y los personajes locales que transitaban por allí me producían una ansiedad que me oprimía el pecho levemente.
Cuando entraba en el Liceu, me olvidaba del mundo exterior
n contraste a la negrura de La Rambla, las ventanas de los edificios brillaban con una luz amarilla muy bella, que amortiguaba mi inquietud.
Cuando entraba en el Conservatorio me olvidaba absolutamente del mundo exterior y me sumergía de lleno en su ambiente, que era tremendamente seductor.
Las aulas desprendían una polifonía sorda, de aire onírico. Podías oír multitud de instrumentos ensayando a la vez y algunas voces repasando piezas de solfeo.
Mi pasión por la música empezó con Elsa
Elsa, mi profesora de piano, me tenía totalmente fascinada. Debía tener unos 60 años y era inusualmente alta. Tenía un pelo largo y rubio, que peinaba en un moño muy Hitchcock. Solía vestir una falda estrecha de color negro que combinaba con multitud de blusas blancas de seda.
Remataba la parte superior de los ojos con una raya negra muy marcada, que daba un aire felino a su mirada. No he vuelto a conocer ninguna mujer tan elegante como ella.
Jamás he vuelto a conocer a ninguna mujer tan elegante como Elsa
Con sus manos delicadas cogía con brío un bastoncito de madera, a modo de batuta, con el que marcaba el punto de la partitura en el que me había equivocado.
Yo retomaba la pieza con gran determinación, y cuando la equivocación se repetía, cogía un lápiz azul muy afilado, con el que marcaba la partitura con una cruz o escribiendo en mayúsculas el nombre de la nota que se me resistía.
Mis inicios en la música
Cuando volvía a casa en metro repasaba sus marcas azules. Una pieza muy marcada me hablaba de las horas de estudio que aún me faltaban.
En el aquel momento no era consciente, pero era obvio que los alumnos que estudiábamos en el Liceu nos dividíamos en dos grupos: los que íbamos obligados por nuestros padres y los alumnos que realmente sentían pasión por la música y que estaban allí porque lo deseaban.
A pesar de que todos éramos menores de edad, algunos de mis compañeros ya habían tomado la decisión de dedicarse profesionalmente a la música. La diferencia de actitud entre los que íbamos obligados y los que no, era abismal.
Entre ellos había un chico rubio, de pómulos altos y piel clara, que siempre vestía de negro. Tenía 15 años, como todos nosotros, pero era muy alto y parecía mayor. No solía hablar con nadie y siempre parecía muy concentrado.
Una tarde empezamos a hablar y ya no nos separamos hasta final de curso. Sus padres eran músicos rusos y llevaban varios años viviendo en Barcelona. Él también quería ser músico, estaba estudiando violín y piano.
Cómo la cultura rusa me empezó a interesar
Cada tarde me contaba alguna historia de su familia y de San Petersburgo. Hay algo muy mágico cuando una persona reservada te confía sus secretos, sus miedos, sus alegrías, sus fracasos y sus logros. Yo le escuchaba sonriendo, maravillada ante ese mundo tan rico que me iba desvelando.
Sentí la necesidad de comprender a Alexander
Durante ese tiempo hice un intensivo de lecturas de autores rusos. Sentía la necesidad de comprender mejor su imaginario. Rebuscando en casa, también encontré un cassette de música rusa, que ponía una y otra vez.
Desde que las tardes del Liceu eran con Alexander, me pasaba la semana entera esperando a que llegara el miércoles. Ante la expectativa de verle, jamás volví a sentir ansiedad al poner los pies en La Rambla. Salía del metro a toda prisa, envuelta de la luz que te da la felicidad.
Pasó el otoño, pasó el invierno, y llegó la primavera. Las tardes dejaron de ser oscuras y se volvieron de color azul claro. El final de curso se acercaba, y con él, un desenlace incierto con Alexander.
El último día de clase salimos cogidos de la mano por primera vez
El último día de clase salimos del Liceu cogidos de la mano por primera vez. Nos sentamos en un café antiguo y, aunque casi era hora de cenar, pedimos una taza de chocolate deshecho.
Alexander tenía mi mano izquierda cogida entre las suyas y miraba con tristeza mi palma, como si pudiera leer el futuro en ella.
Nuestra despedida fue un desencuentro. Ninguno de los dos supimos concretar nada, ni pudimos esbozar un plan para salvar tres meses de verano sin vernos, así que Alexander salió de mi vida y yo de la suya.
Alexander me regaló la oportunidad de conocer la música rusa
Jamás le he vuelto a ver, desapareció regalándome para siempre la música de Chaikovsky, Rajmaninov, Stravinsky, y unos recuerdos preciosos de un mundo que viví a través de sus ojos grises.