Cuento de Navidad

Hay Navidades blancas, Navidades negras y Navidades de 'color de gos com fuig', como decimos en Cataluña. Las mías de este año han abarcado toda la gama cromática y espero no olvidarlas nunca

Hay Navidades blancas, Navidades negras y Navidades de color de gos com fuig, como decimos en Cataluña. Las mías de este año han abarcado toda esa gama cromática y más. Espero no olvidarlas nunca.

Por la tarde del 24 se me ve a mí en la estación de Sants, montándome en un tren MD (media distancia) dirección Empordà. El plan era llegar por ferrocarril hasta Flaçà y que ahí me recogieran en coche para llevarme a mi verdadero destino de Nochebuena, una casa rural única, que no se parece a ninguna otra, y que está justo en la plaza Mayor de Púbol. Se llama Las Moradas del Unicornio. Lo regentan Kim Castells (les sonará a los aficionados a la fotografía y al alto diseño de interiores) y su mujer, Olga Castells (les sonará a los aficionados, pero aficionados en serio, a la poesía).

Hay quien vuelve a casa por Navidad y hay quien lo hace en otras fechas. O eso cree. Yo elegí Las Moradas del Unicornio porque buscaba un lugar de la Tierra donde esconderme y escribir. Si curiosean un poco por Internet, verán que es difícil imaginar un escondite más bello. Alquilé por tres noches la suite del Unicornio Blanco, cargué la maleta con ropa cómoda, libros de Josep Pla, algo de vino y delicatessen de todo tipo (el plan era no asomar la nariz fuera de la suite encantada ni por casualidad…) y, sobre todo, me eché al cinto mi arma reglamentaria: el Mac portátil que es como mi catana, que ha visto por dentro mis textos más íntimos y que a todas partes siempre me acompaña. Uncida a sus teclas me siento invulnerable o, por lo menos, libre de todo mal.

Cogí el tren que salía de Sants a las cuatro de la tarde con ánimo de llegar a Flaçà a las cinco y media. Era tal la fatiga que llevaba encima (son tantas las batallas, ¿se lo digo o se lo cuento?), que el libro que había sacado de la bolsa para leer durante el viaje se me cerró en las manos antes incluso que los ojos. Me dormí como me duermo a menudo en el AVE, arrullada por el tran-tran, por una sensación de seguridad casi intrauterina. De vez en cuando oía vocecitas quejándose de que las puertas del tren no se habían abierto en Caldes de Malavella o preguntando cuánto faltaba para Girona…

Pasajeros entran en un tren de Rodalies de Renfe, en Cataluña. EFE
Pasajeros entran en un tren de Rodalies de Renfe, en Cataluña. EFE

De repente alguien preguntó: “Això és Flaçà?” y salté como un resorte atónito. Tanto AVE, tanto AVE, me ha acostumbrado al viaje largo, de zancada transiberiana…No me había dado cuenta de que una hora y media dormida se te puede ir volando… A toda mecha reuní mis posesiones para saltar al andén, temerosa de que las puertas se me cerraran en las narices como a la señora que iba a Caldes.

Y de repente, ya con la maleta fuera del tren, tengo que volver a meterla: pero por Dios qué despiste, un poco más y con las prisas me dejo el bulto más importante, la gran mochila negra que, entre otras cosas, contiene el ordenador. ¿Pero será posible que, así sea medio dormida, no la haya cogido por instinto? Vuelvo de estampida sobre mis pasos sólo para comprender que mi instinto está en su sitio, como siempre. La que no está es la mochila. No la cogí porque no había de dónde agarrar. Porque, mientras dormía, alguien me la había robado. Con el ordenador dentro.

Si les digo que se me cayó el mundo encima me quedo corta. Simplemente no me lo podía creer. Pero si la mochila estaba en el compartimento superior, pero si el tren ni siquiera iba lleno… Un amable señor de pelo blanco me explicó, compasivo, que al parecer esto está a la orden del día en los rodalies y en los trenes de media distancia de la Renfe. Que, según te distraes o te duermes, te despluman.

De repente yo era muy poquita cosa, muy devastada y desamparada, y enteramente sobrecogida por la injusticia cruel de la situación

No me avergüenza confesar (¿o sí?) que llegué llorando a las puertas de la comisaría de los Mossos de Figueres. Era la primera parada en la que había podido apearme después de forcejear con el destino pasillo abajo y pasillo arriba del tren, inhalando pesadilla por todos lados. Un único destello de luz en aquella noche del alma: la voz de Olga Castells cuando llamé a las Moradas del Unicornio para avisar y ella, sin dudar, me dijo: “Tranquila, vete a Figueres y a donde te tengas que ir para poner la denuncia, que allí iremos nosotros a por ti: no estás sola”.

¿No? De repente toda la audacia de pasar la Navidad con mi circunstancia y con mi ordenador, buceando en mi mismidad, se derretía como la cera de las alas de Ícaro. De repente yo era muy poquita cosa, muy devastada y desamparada, y enteramente sobrecogida por la injusticia cruel de la situación: qué le habría costado a quién fuera robarme la cartera, la ropa que llevaba puesta, el alma. Todo se lo habría dado, menos el Mac que tanto suponía para mí y más en ese momento. En esa noche.

Qué estampa de Nochebuena: servidora arrastrando una inútil maleta por la rampa que lleva a donde los Mossos en la calle Ter de Figueras, con mi gorra de 007, la mascarilla y las gafas empañadas de lágrimas. Intenté mantener el tipo ante la Mossa de la puerta, pero era muy difícil. Encima, al oírme hablar, me pillaban, creo, un vago acento de catalán de Girona, y eso solo ya les redoblaba la predisposición a la compasión.

Debo decir que no es lo mismo que te roben el Mac en medio del Empordà que en les Rambles de Barcelona. Yo me hice la ilusión de que nadie me conocía y por eso podía llorar y llorar a mares, como hice mientras un Mosso increíblemente dulce, pero dulce como el almíbar, lo digo en serio, se desvivía por atenderme y por consolarme. No se limitó a coger los datos para la denuncia y ya está. Lo que llegó a decir ese hombre para darme ánimos: “Piensa que estás bien, que no te han hecho daño, y que los tuyos están bien”… Le había tocado estar de guardia esa noche, precisamente esa noche, y, lejos de pagarla conmigo, ponía todo de su parte y más para calmar lo que a mí me parecía una irreversible desesperación, digna de acabar en seppuku como poco. La gota que colma el vaso de toda injusticia, desdicha y deshonor.

Hubo un momento de angustia añadida cuando el Mosso tecleó mi nombre en el sistema y automáticamente le saltó mi dirección y mi todo. ¿Y si me ha reconocido?, pensé azoradísima. Lo primero que pensé: ¿qué cara va a poner Carrizosa si se entera de que voy llorando por las comisarías del Empordà? Y lo segundo: ¿qué cara va a poner el Mosso si suma dos y dos? Claro que no todos los Mossos tienen por qué ser independentistas del tipo agresivo…

Esto lo pensé justo antes de que me llamaran de las Moradas del Unicornio para pedir la dirección exacta de la comisaría, para venir a recogerme, y mi ángel de la guarda uniformado empezara a deletrear la palabra Ter por teléfono: “T como Tarragona, E como…E como…bueno, E como ¡eso!”. Acabáramos. En otras circunstancias, no digo que esa notoria incapacidad de enunciar en voz alta la palabra “España” no me hubiera arrancado algún comentario mordaz. En el contexto, me inundó de una invencible ternura.  Qué desastre de país, ¿no? ¿Cuánta humanidad desaprovechada?

No es lo mismo que te roben el Mac en medio del Empordà que en les Rambles. Yo me hice la ilusión de que nadie me conocía y podía llorar a mares

Al fin me recogió Kim Castells en su coche. Olga se había quedado en las Moradas porque, atención, aquella misma tarde, más o menos a la misma hora que yo perdía el ordenador de mis entretelas, ella había sufrido un percance de salud. No definitivo, pero más que suficiente para que con toda la razón y más me hubieran dicho: guapa, búscate la vida y un taxi (en Nochebuena). A nadie se le pasó por la cabeza semejante lógica aplastante.

Me sacaron de las negras aguas de ese arranque de Nochebuena como una náufraga a la que urge acercar al fuego con una mantita para que entre en calor. Me subieron cava a la habitación. Me invitaron a comer con ellos al día siguiente, el dinar de Nadal. Colmaron de generosidad, atenciones, inteligencia y encanto esas horas, esos días, que yo había pensado dedicar a apartarme del mundo, y súbitamente no tenía con qué. Porque robarme el ordenador en esa circunstancia equivalía a cortarme las alas y las manos.

Cuando reuní arrestos para volver a interesarme por el mundo, me asombró leer esta noticia en el diario Abc: “Un robo deja sin regalos de Navidad a los niños del barrio más desfavorecido de Barcelona”. Subtítulo: “Estamos tristes y muy sorprendidos de que nos pasen cosas así a nosotros”, lamentan desde la Fundación Joan Salvador Gavina del Raval.

Hostia. Allí habían entrado a saco llevándose, no ya ordenadores, no ya teléfonos, no ya dinero: arramblaron con los regalos para esos niños, los que habían pedido en su Carta a los Reyes, laboriosamente reunidos y etiquetados con su nombre para el día 7. La madre de Dios por no decir la de Satanás. Comparado con esto, ¿qué era lo mío?

Hay algo inmensamente podrido en un mundo donde pasan cosas así. Pero curiosamente, da igual la capacidad del mundo de pudrirse: siempre hay algo que misteriosamente lo frena. Que inexorablemente le da la vuelta. Una y otra vez. ¿Se acuerdan de aquella gilipollez de que no se podía escribir poesía después de Auschwitz? ¿Y qué otra cosa se iba a escribir, pregunto yo, para seguir en pie y para seguir andando? ¿No se dan cuenta de que el mal es razonable, es natural, sus “beneficios” son evidentes…pero el bien, la amabilidad, el amor, la compasión, son la magia misma? ¿Por qué una y otra vez, da igual lo bajo que hayamos caído, nos volvemos a levantar?

Esta Navidad, que tan tétrica arrancó, ha concluido por ser una de las más redondas, gratificantes y ennoblecedoras de mi vida

No voy a entrar en más intimidades (ya vale por hoy), sólo decir que esta Navidad, que tan tétrica arrancó, ha concluido por ser una de las más redondas, gratificantes y ennoblecedoras de mi vida, y que las Moradas del Unicornio han acabado siendo mi casa más que mi casa.

Sólo espero que alguien haga por los niños del Raval una décima parte de la que un Mosso de buenísimo corazón, una poeta de fuego, una especie de clandestino Parsifal y tres gatos sublimes hicieron por mí estos días. Con Navidades y con gente así, todo es posible.

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