Cuando no queríamos ser Corea del Sur
Felipe González, después de una gira asiática en los 80, dijo que nunca querría que España acabase convertida en una especie de Corea del Sur
Circula una tabla comparativa por WhatsApp que es bien elocuente. En esa tabla se comparan simples datos, bien contrastados y de fuentes fiables, entre Corea del Sur y España en la gestión del la crisis del Covid-19.
La tabla no incluye datos que harían sonrojar aún más al Gobierno español, ya que entonces sería aún más demoledora, como, por ejemplo, que Corea del Sur tiene una superficie inferior a la quinta parte de la española, muchos menos recursos naturales y un gasto militar desmedido para su tamaño, ante la continua amenaza -a veces llega a tirar un misil casero- de su vecino del norte.
La economía coreana, casi una vez y media más grande que la española y, sobre todo, basada en industrias que nada tienen que agradecer a los dioses como el turismo —ese bonancible clima español es el responsable del 15% de los ingresos nacionales y de cerca del 20% de los empleos, aunque la mayoría de los españoles con los que hablo siguen creyendo que los guiris vienen aquí por la gastronomía, el sistema de salud, la cultura o el Museo del Real Madrid, en vez de por los precios baratos de los hoteles, alcohol y el sol casi garantizado— partió de la más absoluta pobreza el 27 de julio de 1953 cuando se firmó la paz que dividió la península en dos países tras la Guerra de Corea, casi una quincena de años después de acabar la Guerra Civil Española, mucho menos brutal y destructiva que la coreana.
Uno de los recuerdos que tengo del primer gobierno de Felipe González, allá por los primeros años 80 del siglo pasado, fue cuando, a la vuelta de una gira asiática, ese líder del mundo libre y estadista sin parangón, y lo digo sin un exceso de ironía al compararlo con Pedro Sánchez, el gran timonel de occidente actualmente, dijo con cierta sorna que nunca querría que “este país”, como se decía entonces, acabase convirtiéndose en una especie de Corea del Sur, como ridiculizando el estado de desarrollo de la nación asiática, colonia americana, como se la tildaba por aquellas fechas, donde los trabajadores no tenían derechos.
Hoy, Corea del Sur es reconocida por ser el mejor sistema educativo del mundo, a la par con Finlandia. Tiene un sistema de salud universal eficiente y envidiable en todos los aspectos, leyes laborales homologables a las de Suecia según la OMT y el segundo país del mundo mejor para criar hijos según Naciones Unidas, casi nada.
Al Felipe González actual le veo muchos días en el Hotel Wellington, su segunda casa en esta su segunda vida ya burguesa a las claras, a veces incluso haciendo negocietes al recibir a delegaciones orientales, a quienes instruye con su parsimonia habitual.
En aquella época en la que González soltó una de sus típicas boutades, las familias españolas dudábamos entre comprarnos una tele “en colores” Philips, Werner, Grundig, Thomson o Sony. Hoy la decisión suele bascular entre Samsung o LG. ¡Qué tiempos aquellos!
Lo que nadie parece recordar, y sería un magnífico debate a cinco en La Sexta moderado por ese Walter Cronkite actual, Jordi Évole, entre Sánchez, Monedero, Iglesias, Anguita y Revilla, por aquello de dar color este último, es que Corea del Norte y Corea del Sur partieron hace casi 67 años de prácticamente lo mismo: una población similar en tamaño, con los mismos genes, para aquellos que sean unos tarados racistas o nacionalistas extremos, que viene a ser lo mismo, una superficie prácticamente igual, los mismos recursos hídricos y naturales, climatología, tipología de costa, la misma dieta y hambre y dos ciudades separadas por menos de cien kilómetros, Seúl y Pyongyang, que en aquellos años tenían aproximadamente el mismo tamaño y desarrollo.
En lo que ambos hermanos gemelos se diferenciaban es en el padrino de sus bautizos. Por un lado, Corea del Norte tuvo a la siempre bien amada Unión Soviética que llevó allí su ridículo y letal experimento al paradigma del combinar monarquía y comunismo, es decir, dictadorzuelos que pasaron desde entonces el timón de gran líder de padres a hijos; y, por otra parte, a Corea del Sur le tocó la desgracia de ser apadrinada por el imperialismo yanqui, que trajo las tres maldiciones bíblicas a la península: la Coca-Cola, el apestoso cine de Hollywood y, la peor de todas la plagas, el capitalismo y el libre mercado.
Hete aquí que 67 años después -estoy viendo a Anguita justificar el programa, programa, programa de Kim Jong-un que acabará por dar sus frutos cuando solo queden unos miles de habitantes y haya matado al resto de hambre- la economía de Corea del Sur es más de cien veces el tamaño del la de su hermana septentrional (¡sí, cien veces!), su esperanza de vida es veinte años mayor, su gasto en salud veinte veces superior y su gasto militar menos de la mitad.
Quizás este sea el mayor experimento sobre la faz de la tierra a nivel masivo entre comunismo y capitalismo. Hubo otro más cercano a nosotros, el de la RDA (¡democrática por los c…!) y la RFA, aunque ese experimento no fue tan preciso puesto que la RDA, antigua Prusia con el triángulo de la industria de precisión de Dresde, Leipzig y Berlín, partía desde una posición mucho más… ventajosa. Pero seguimos ciegos o quieren que sigamos así.
Por ponerle un pero a Corea del Sur, no me ha entusiasmado Parásitos, su oscarizada película. Me parece una buena película, con un guión lleno de altibajos y faltas de raccord y algún McGuffin hitchcockniano que aparece y desaparece como el amigo del chico protagonista.
Si fuera una peli rodada en el Valle de San Fernando o en Londres no dejaría de ser una película decente, sin más. Pero, claro, Corea es exótica y los Oscar se deciden por voto democrático, no están en manos de una docena de intelectuales muy gauche divine como Cannes, Berlín o Venecia.
Aplausos
Algún amigo bienintencionado me ha reprobado por no salir a aplaudir a (¿nuestros?) profesionales de la sanidad pública española y personal afín.
No entiendo este aplauso, como no entiendo el machacón anuncio que nos repite que “somos el mejor país del mundo para nacer” en las dos subvencionadas televisiones público privadas. No comparto ni lo uno ni lo otro.
Puede parecer muy extraño a ciertos oídos pero no me siento más español que portugués, por tomar la más cercana nación existente. De hecho, no me siento nada. No siento especial alegría cuando gana Nadal ni la Roja, como ahora la llaman. Desde que McEnroe se retiró y es comentarista, perdí a mi ídolo tenístico y el tenis perdió al mejor árbitro en pista (a sus continuas protestas, la mayoría justas, y no me puede el corazón, debemos el Ojo de Halcón en el tenis, el único deporte que soporto como espectador).
No voy a aplaudir a alguien por hacer su trabajo y menos en horario brasileño
Sí, me da igual donde haya decidido la madre de cada uno parir a cada uno. Lo siento. Agradezco mucho el trabajo de los sanitarios de la sanidad pública española, y a los privados, por supuesto, y más si me tratasen a mí o a uno de los míos, que ha ocurrido en estos días.
Pero estoy tan agradecido a ellos como a los sanitarios de Brasil que vieron morir a más de mil pacientes por dengue en 2019 y de los que nadie se acordó en los balcones, y yo menos.
No voy a aplaudir a alguien por hacer su trabajo y menos en horario brasileño. Mi corazón, y no es metafórico, agradece a cada uno de los seres humanos por el trabajo bien hecho y aplaude hasta sangrar el cariño que todos ponemos en lo que hacemos, incluido el poco buen hacer de, esta vez sí, para mi desgracia, nuestro timonel Pedro Sánchez.