Cristóbal Montoro: la mentira del Régimen
Miente. Cristóbal Montoro dice que los impuestos no subirán. Pero no aclara cómo obtendrá los 15.000 millones de euros que equivalen al punto y medio de déficit que Bruselas relajará. Ha inventado la nueva Autoridad Fiscal para poner notas a las comunidades autónomas: aprobará, suspenderá y concederá prebendas.
O sea, una inutilidad más, como aquel puente de Coria (Cáceres) tendido sobre un río sin agua, cuyo arquitecto fue conocido con el sobrenombre del Bobo de Coria, en recuerdo del Calabacillas, pintado por Velázquez y archivado en el Prado bajo el topónimo cacereño. La nueva Autoridad Fiscal es obra de un ministro adicto al claroscuro de la Corte de los Milagros.
Mirada etrusca y rostro tumefacto. Montoro no rinde tributo a la verdad. Él es la mentira del Régimen, como Solís fue la sonrisa en la España de fajín y correaje. Practica el tiro al blanco con los consejeros de Economía (los del café para todos, excluidas las diputaciones forales). Se muestra magnánimo. Apunta, pongamos por caso al emérito Mas-Colell, y antes de apretar el gatillo dice por lo bajini: “te perdono la vida”, como aquel oficial de la Wehrmacht que dirige un campo de concentración en La lista de Schindler, la película en blanco y negro de Steven Spielberg.
Es de los que piensan “yo no me relajo”, sin tener en cuenta que lleva demasiado prieta la hebilla del cinturón. Su última extravagancia –reducir del déficit público la reclamación de deudas no meritadas de los contribuyentes– no superó los controles de Bruselas. Su truco chocó con Eurostat y nos costará dinero porque, ahora, la UE obliga a España a pagar el 5% de interés de las devoluciones de los impuestos no abonados, que Hacienda retrasó para cuadrar a su antojo el déficit de 2012.
Se siente pinzado entre la desamortización andaluza y la Agencia Tributaria catalana. Mientras la Junta de José Antonio Griñán promete expropiar los pisos ejecutados por los bancos y Rubalcaba trata de extender la medida en toda España, a Montoro se le eriza el vello. El ministro cree en el derecho inalienable de propiedad. Su propiedad, claro; todos recuerdan que sus tres viviendas madrileñas no fueron suficientes para que él prescindiera de las dietas del Congreso, en su última etapa de diputado.
Es ineficiente a fuer de insistente. Veinte hombres de negro inspeccionan estos días la Feria de Abril de Sevilla, donde técnicos de Hacienda y Trabajo piden facturas y contratos a los titulares de las casetas. Después vendrá el Rocío. Este hombre, que amenaza con registrar el refajo de la Blanca Paloma, controla cuentas, limita cargos y despide funcionarios en los municipios españoles con menos de 5.000 habitantes. Cree perseguir el fraude pero obsequia a los defraudadores con una amnistía fiscal. Se le escapan los peces gordos: las grandes empresas sólo aportan a Hacienda el 17,7% de sus beneficios.
Es decir, de cada 100 euros que obtienen como beneficios, apenas pagan 18 al fisco. Las bonificaciones y deducciones en el Impuesto de Sociedades permiten a las grandes empresas reducir notablemente su factura con Hacienda, hasta el punto de que, en el último ejercicio, el pago de impuestos de nuestras multinacionales se ha reducido un 2,5%. Y mientras se vacían las alacenas del Estado, al ministro le preocupa su imagen. Tiene más de 20 pleitos abiertos con medios de comunicación.
No le hace ascos a la medalla. Posee la gran cruz de la Real Orden de Carlos III y está orgulloso de haber contribuido a la modernización de un país con un índice de paro escandaloso. Llegó al poder en 1996 como Secretario de Estado, con el primer Aznar. Debutó con una carta de presentación de liberal confeso bajo el brazo, al estilo de los bigotudos del ochocientos cuando festoneaban en Madrid las virtudes de las Cortes de Cádiz.
La primera vez que entró en Moncloa iba acompañado de José Barea, el responsable entonces de la Oficina Económica, un hombre de rizado albino, que escondía tras sus anteojos la lista de sabios cuya herencia intelectual estaba llamada a hacer pedazos 14 años de Felipismo. Barea reclamaba para sí mismo un turno entre los mejores: Flores de Lemus, José Castañeda, Romà Perpinyà, Ramón Carande, José Larraz, Marjorie Grice-Hutchinson, discípula de Hayek, o el mismo Germán Bernácer, el primer economista español citado por John M. Keynes.
Montoro era el brazo ejecutor. Barea, la memoria. La mirada torva del profesor involucraba a Ullastres, Sardà, Varela o Luis Ángel Rojo, miembros todos ellos del cuerpo de técnicos comerciales del Estado, los enarcas españoles de la estabilización y el desarrollismo. En las sesiones de trabajo, Pepe Barea desparramaba sus extremidades sobre las caobas del palacio de Santa Cruz, obra de Sabatini, y respaldaba sus argumentos con un “como decía Fuentes Quintana”. Aquel equipo económico, responsable de la burbuja inmobiliaria (ley de liberalización del suelo de 1997), razonaba de lo general a lo particular.
Primero hablaba Barea de modo que, para cuando entraba en escena Montoro, la leyenda ya había hecho estragos. Un detalle del que tomó buena nota su jefe de entonces, Rodrigo Rato, antes de laminar al veterano profesor y ponerle un par de banderillas a Cristóbal.
Ha vuelto con Rajoy. No ha perdido su prelatura, pero la especialidad de Montoro, hacienda pública, brilla menos que la cartera de Economía y es menos influyente que la actual Oficina Económica desempeñada por Álvaro Nadal. España no arrancará mientras ofrezca deuda pública a un interés mucho más jugoso del que pueden ofrecer los bancos privados. No habrá crédito mientras la rentabilidad del Tesoro supere en más de tres puntos el interés del activo.
Lo sabe De Guindos aunque Montoro lo desoiga. El primero traza surcos, el segundo cuadra el presupuesto y se rifa el código deontológico del buen gobierno denunciando la racanería tributaria de los actores famosos o esgrimiendo datos fiscales comprometedores de políticos de la oposición, empresarios y periodistas. Le puede el estilo tabernario. Tiene preparado el “rectificar es de sabios” en respuesta a la amenaza de sanciones lanzada por Bruselas si la situación no mejora.
Cuando llegue el rescate, aunque sea preventivo, Montoro estará por fin en su salsa. Será el eslabón hispano de la fiebre luterana que invade el sur de Europa. Volverá al óleo de Velázquez, al papel del Calabacillas en la Corte de Felipe IV, el rey del conde-duque y del corpus de sangre.