Corrupción y normalidad democrática
Es difícil encontrar una sola organización política que no esté marcada por escándalos de corrupción. Es verdad que los partidos nuevos no han tenido casi oportunidades de gestión y no han tenido grandes oportunidades de cometer irregularidades.
La antigua Convergència hasta ha tenido que cambiar su denominación para tratar de quitarse de encima su pasado corrupto.
El Partido Popular arrastra el estigma de la corrupción, con muchos casos abiertos y con vigencia procesal. El PSOE acaba de recibir un escrito demoledor de la fiscalía anticorrupción por el caso de los ERE en Andalucía. A pesar de esta circunstancia, ni PP ni PSOE han dejado de utilizar la corrupción para atacarse recíprocamente con la tecnología del «y tu más».
Una de las consecuencias de la corrupción es el bloqueo político, no solo para formar gobierno, sino para conseguir normalidad en las relaciones entre los partidos.
La corrupción ha sido el principal impulsor de los cambios en el sistema político español. Muchos ciudadanos apoyaron a los nuevos partidos hartos de las irregularidades en la política española. Se ha acabado, al menos de momento, el bipartidismo que ha estado vigente durante toda la transición democrática.
Tanto el PP como el PSOE se han bloqueado en los intentos de investidura que ha habido después de las elecciones del 20 de diciembre del año pasado. Cuando Mariano Rajoy desechó el encargo del Rey de intentar formar gobierno, Pedro Sánchez intentó conseguirlo con un pacto con Ciudadanos. En aquella ocasión, el PP nunca barajó apoyar ese intento y votó en contra, al igual que Podemos. El PP nunca barajó la abstención para permitir un gobierno que evitara las elecciones del 27J. Conviene recordar estas cosas, por mucha velocidad que nos impongan esta era de redes sociales.
Ahora, el PP ha logrado reunir 170 votos en su pacto con Ciudadanos y el PSOE le ha devuelto la jugada negando siquiera la posibilidad de una abstención.
Estamos bloqueados por el veto cruzado de PP y PSOE. Se podrá matizar que el apoyo que Sánchez tuvo era inferior al que ha tenido Rajoy, pero en aquella ocasión la oferta del PSOE era la única que había encima de la mesa.
Además de esto, nos encontramos con otro veto cruzado. El que esgrimen Ciudadanos y Podemos. No sé qué transversalidad es la que se invoca cuando sólo se acepta pactar con quienes creen estar próximos ideológicamente. ¿Qué fue de aquella promesa, tantas veces repetida, de que los nuevos partidos no traerían el sectarismo típico de los viejos? Y los bloques, tanto conservador como progresista, no suman suficiente.
A esta circunstancia habría que añadir la existencia de partidos que propugnan saltarse la legalidad para conquistar la independencia de Cataluña. Esta última circunstancia debiera impulsar un acuerdo entre los llamados partidos constitucionalistas, PSOE, PP y Ciudadanos. Pero los vetos, que están afectados por la corrupción y por la condición de enemigos, que no adversarios, del PP y el PSOE la imposibilitan.
Tengo mi teoría personal, que estoy dispuesto a desarrollar en otro artículo, de que fue José María Aznar quien rompió el clima de convivencia y normalidad democrática para desalojar a Felipe González de La Moncloa. En aquella ocasión, con un pacto obsceno con Baltasar Garzón y el entonces director de El Mundo, utilizaron la llamada «guerra sucia» para desalojar a Felipe González, que había ganado las elecciones de 1993, de la presidencia del gobierno.
Nada ha sido igual en las relaciones entre el PP y el PSOE. Aquella iniciativa de utilizar el terrorismo como arma de destrucción masiva abrió una brecha en las relaciones de partido que nunca se ha cerrado.
Hay una pregunta capital que no pude quedar mucho tiempo sin respuesta. ¿Qué hay que hacer para normalizar la vida democrática y llevarla al paradigma que rige en todas las democracias modernas? Vayamos por partes.
En la actual situación, el enconamiento existente entre Pedro Sánchez y Mariano Rajoy hace imposible cualquier normalización entre el PP y el PSOE mientras no se produzca una renovación de liderazgos en los dos partidos. Probablemente es la condición indispensable para un pacto universal en todos los partidos para la regeneración democrática que acabe con la demonización existente y la incapacidad de un diálogo político normalizado en donde los partidos sean adversarios y no enemigos.
Hay que acabar con el odio de los militantes de un partido hacia otro. Las defensas incondicionales de unos que llevan a los ataques incondicionales hacia los otros. Circunstancia que en muchas ocasiones se traslada a muchos periodistas y creadores de opinión. No ven mácula en los afines ni mérito en los contrarios. Así, el odio desciende piramidalmente a toda la sociedad de ciudadanos enfrentados siguiendo el patrón de los periodistas y dirigentes. Una sociedad fundada en el odio a quien piensa diferente tiene poco futuro.
Una vez superada la situación de aislamiento entre Sánchez y Rajoy, el paso siguiente sería un gran pacto, formalmente muy sencillo, para superar los efectos de la corrupción sobre la normalidad democrática.
En primer lugar, establecer nítidamente el compromiso que obligue a las personas implicadas en casos de corrupción para el abandono de la militancia en el partido correspondiente y los cargos en las instituciones. Lo razonable sería la apertura del juicio oral o, en su caso, el ingreso en prisión o la situación de libertad condicional.
A continuación, el siguiente paso sería renunciar a la utilización de la corrupción como arma entre partidos, firmando una tregua hasta el pronunciamiento de una sentencia judicial. Ejercida la responsabilidad política en los casos que un militante político tenga que abandonar su militancia y sus cargos institucionales, dejar que la justicia haga su trabajo y dictamine una sentencia.
No parece sobre el papel demasiado complicado. Y personalmente no entiendo cómo los partidos no lo han hecho antes. Por la salud de nuestra democracia y la normalidad del sistema político me parece que estas modestas reflexiones debieran abrirse camino hacia su cumplimiento.