Corinna Sayn-Wittgenstein: la musa del Rey ‘tombeur’
Corinna atesora secretos de Estado. Su Alteza Serenísima ha desvelado en público que realiza trabajos estratégicos en materia de política internacional para el gobierno español. Y lo peor de todo es que semejante dislate convive en Zarzuela hace años sin que se den por enterados Ortega Spottorno y Alberto Aza. Ya les vale.
Corinna, consorte vitalicia de Casimir Sayn-Wittgenstein-Sayn, es conocida por todos como la amiga especial del Rey (el adjetivo se lo puso Javier Ayuso después de leer el libro de Pilar Eyre, La soledad de la reina).
Desde su empresa de servicios, Apollonia Associates, Corina facilita alianzas estratégicas. Trabajó para las autoridades españolas y resolvió, dice, alguna crisis política “por el bien del país”. Al oírlo, a Rubalcaba le asalta su conocido mohín de iracundia y García Margallo descubre al fin el me-duele-España.
Pero lo peor está por llegar. La prensa europea aborda el tema desde la vertiente tombeur (casanova): Juan Carlos perde la testa e la corona?, se pregunta La República, tras la resaca electoral que nos han dado Il Cavaliere Berlusconi y Beppe Grillo.
Por su parte, el tabloide alemán Bild se interroga lacónico: Liebt er diesde deutsche Prinzessin? (“¿De verdad quiere el Rey a la princesa alemana?”). Mucho más preciso, José Antonio Zarzalejos tiene en su poder la prueba del algodón: “la amistad íntima es una certeza acompañada de documentación acreditativa”.
Después de inmiscuirse en los negocios de Urdangarin, Corinna ha decidido encerrarse en Montecarlo, fortaleza de la evasión fiscal, su cuartel de invierno. Su amistad real se cimentó en febrero de 2004, cuando fue presentada formalmente al Rey durante una cacería en la finca de un duque británico en Castilla-La Mancha, una de las mayores extensiones agrarias de España.
Desde entonces ha aprendido los manejos borbónicos, un linaje real descendiente de los Capetos. Esperará paciente en el principado monegasco (la Reina vive en Londres) como lo hizo Enrique IV de Navarra, aquel hugonote que se hizo apóstata de la Reforma luterana para ocupar el trono de Francia.
Corinna es una caja de sorpresas. Ofrece sus servicios externos a instituciones y sociedades financieras del Reino Unido y Suiza para formar expertos en gestión de relaciones estratégicas entre gobiernos e individuos de alto valor económico.
Representa a gente importante en “lugares geográficos donde carecen de contacto directo con las instituciones relevantes”. Su estilo revela el toque belga de la época de Leopoldo I, el rey colonial de delenda virtud en la sabana africana, aficionado a la extracción mineral.
La princesa es experta en fingidas coincidencias, pero se le va la mano. Cuando admite ante la prensa rosa ser descendiente de Ludwig Wittgenstein, el Círculo de Viene echa la cortina y cierra la cancela de su jardín umbrío. Viena es un mundo de interiores y recuerdos. Sabe que el bisabuelo paterno de Ludwig era un trabajador judío llamado Moses Maier que, obligado por un decreto promulgado por Napoleón en 1808, adoptó el apellido de la familia para la que trabajaba.
Karl Wittgenstein, padre del filósofo y nieto de Moses, fue un joven rebelde desde la escuela que escapó del ambiente rígido de su familia y logró convertirse en uno de los hombres más ricos de Austria. Cuando Wittgenstein publicó el Tractatus, gracias al prólogo de Bertrand Russell, los positivistas lógicos eran legión.
A su vuelta de Cambridge, Wittgenstein permaneció en Austria junto a su familia donde ejerció de arquitecto, construyendo una casa para su hermana (un palacete de perfil racionalista inmortalizado mucho después por Claudio Magris desde una cubierta sobre el Danubio). Y mientras todo esto ocurría, los Sayn-Wittgenstein-Sayn, nada que ver con la princesa consorte, se ahogaban en el kitsch de un castillo junto al Rin.
La consultora de aspecto germánico y dulces maneras está en medio de ninguna parte. No sabe la que ha montado. Cuando Juan Carlos I empezó su reinado, cien mil falangistas españoles tenían permiso de armas; Girón de Velasco y Rodríguez Valcárcel le ceñían el paso mientras que Coloma Gallegos le amenazaba a diario.
Sin embargo, él se zafó de todo esto, nombró marquesa de Meirás a Doña Carmen Polo, evitó mencionar los crímenes de la Dictadura y cimentó una democracia cuando la capilla ardiente de Franco ocupaba todavía un estrato de la Sala de Columnas del Palacio de Oriente. Conoce bien el percal. La profusión de caobas, el exceso de terciopelos, los escudos de armas o los rasgados estandartes no anulan la mente.
Conoció, con suficiente antelación, el “Gobierno de salvación nacional” fabulado por Tejero y Sáenz de Ynestrillas en la cafetería Galaxia de Madrid. Reinó, flirteó y cazó (“la caza y el amor son deportes de rey”, dice Oliva de Suelves, el último gran cazador de Barcelona).
Firmó el protocolo de adhesión a la OTAN. Dio el último sablazo a los militares dispuestos a mantenerse en el ámbito de la política. Y aún tuvo tiempo de incentivar la escala de reserva, un enjuague para los descontentos, como el general Juan Antonio Chicharro, partidario de un desfile de tanques en la Diagonal antes que transigir a las aspiraciones secesionistas de Catalunya.
Los reyes escriben la historia y sus validos solo recitan acontecimientos. Salvo los indóciles, como Corinna, la princesa inverecunda y adoradora del gesto. A ella le consta que la muerte de la aristocracia, provocada por la despenalización del uso indebido del título (según el argumento defendido por el heraldista Armand de Fluvià), abre las puertas de los palacios; descorre visillos. Con sus secretos de Estado a cuestas, Corinna espolea el morbo y puede que, sin saberlo, escriba el último capítulo de un trono liberal.