Contra la URSS vivíamos mejor: añorando la Guerra Fría

La pandemia pone de manifiesto que los intereses occidentales se defienden mejor garantizando que las instituciones supranacionales, espina dorsal de la diplomacia norteamericana hasta la llegada de Trump, sobreviven.

El siempre sardónico Mark Twain decía que «Dios creó la guerra para que los estadounidenses aprendieran geografía». Quizás por eso EEUU ha estado en guerra 222 de sus 239 años de historia, y no deba extrañarnos que la retórica marcial forme parte del léxico cotidiano. No sólo se ha recurrido al leguaje castrense para adjetivar la respuesta a la pandemia, sino que en las relaciones con China se usan con fruición las alusiones a la Guerra Fría, que en algún caso recurren a supuestas paradojas,  de origen tan remoto como la Guerra del Peloponeso.  

China tiene intereses económicos fuera de sus fronteras de una naturaleza y motivación idénticas a las que tienen los EEUU. Nos encontramos frente a dos estrategias comerciales contrapuestas, que compiten crudamente por la explotación de recursos naturales que ambos contendientes necesitan

Aunque es cómodo aplaudir los relatos de buenos y malos al estilo de las películas del Lejano Oeste, es más saludable no pecar de seguidismo asumiendo como propio el mismo tipo de narrativa que EEUU usó para desalojarnos de Filipinas -lugar desde el que España inauguró en 1565 el comercio global, con la Nao de China. Por el contrario, es más útil para nuestros propios intereses seguir aquel principio tan ciceroniano de analizar las disputas «in utramque partem». Para no perdernos en las brumas de la historia, omitiremos los episodios de la Guerra del opio y la Rebelión de los bóxers, e incluso pasaremos por alto el viaje de Nixon a Beijing,  centrándonos en la entrada de China en el escenario mundial,  de la mano de Washington, tras la implosión de la URSS.

El ingreso chino en la Organización Mundial del Comercio fue visto por ambas partes como mutuamente beneficioso: permitía a China salir del subdesarrollo convirtiéndose en la factoría de occidente,  y a EEUU incrementar sus márgenes comerciales deslocalizando su producción industrial. Fueron tiempos de notable creatividad propagandística en ambos lados; desde el «enriquecerse es glorioso» de Deng Xiaoping, al impostado idealismo americano que justificaba su afán de lucro augurando que la participación de China en la economía de mercado culminaría en su reconversión democrática.

Lejos de tal cosa, China descubrió las virtudes del capitalismo de Estado, una eficaz  máquina de hacer dinero cuyo funcionamiento no necesita ni de un régimen de libertades,  ni del imperio de la ley. El resultado fue una combinación de avaricia y autoritarismo,  gracias a la cual Beijing ha logrado  la innegable gesta de que la economía occidental tenga una dependencia existencial de sus fábricas, algo que China ha sabido aprovechar extendiendo sus esferas de influencia global. Un claro ejemplo de esto se da en el caso del comercio con los países africanos, que se ha incrementado estratosféricamente gracias a que el 75% de las naciones africanas participan en el «Foro para la Cooperación entre China y África», del que ha salido la implantación de un amplio sistema de corredores económicos, marítimos y terrestres para dar entrada a exportaciones chinas,  gracias a la construcción de megainfraestructuras,  financiadas con capital chino.

Siendo la energía el Talón de Aquiles de China, no es difícil trazar la lógica detrás de sus inversiones en el sector energético ruso,  su interés por las nuevas rutas marítimas árticas, y en la construcción de un gaseoducto transiberiano, que se suma a  la concesión de Pakistán a China de la construcción y explotación del puerto de Gwadar y el desarrollo de la autopista de Karakorum, región del norte de Pakistán, sita en la vecindad del Valle de Galwan, escenario de los recientes conflictos fronterizos entre China y la India, que denotan la incomodidad de EEUU ante la creciente presencia china en una zona  energéticamente estratégica, cuyo punto cardinal sur es el Corredor iraní de Chabahar.

China tiene intereses económicos fuera de sus fronteras de una naturaleza y motivación idénticas a las que tienen los EEUU. Es decir, nos encontramos frente a dos estrategias comerciales contrapuestas, que compiten crudamente por la explotación de recursos naturales que ambos contendientes necesitan para su crecimiento económico. Creer sinceramente que esta situación representa una guerra fría,  requiere dar un salto de fe. Pero sobretodo,  hacer una lectura superficial  de la cosmovisión de los dirigentes chinos.  Por una parte, el poderío económico chino no se corresponde con su capacidad militar: el presupuesto del Pentágono es mayor que la suma de los siguientes 10 países en el «hit parade militar», China incluida. Por otra parte, Beijing  sigue concibiendo su entorno geográfico en los mismos términos que en los tiempos de la Dinastía Tang, esto es, como un conjunto de regiones  profundamente arraigadas en sus estructuras culturales, socioeconómicas y políticas. El corolario de esta visión es que China no busca una expansión territorial -la disputa sobre la soberanía de las Islas Spratly es similar a la reclamación argentina de Las Malvinas- ni reemplazar la hegemonía ideológica occidental con la suya,   usurpando las estructuras poscoloniales vigentes; sino establecer relaciones de interdependencia económica con las regiones periféricas de China,  para salvaguardar su integridad nacional.

Por eso, la independencia de Hong Kong es tan inconcebible para China  como lo es la de Gibraltar para España; algo de lo que el Departamento de Estado norteamericano es sabedor. De ahí que la decisión de Trump de precipitar la inviabilidad del enclave sea como plaza financiera,  mediante la revocación de su estatus económico especial, tiene mucho más de hostigamiento a Beijing,  que de apoyo a Hong Kong. Como decíamos anteriormente, el uso de fraseologías propias de los tiempos de Reagan enmarca la rivalidad con China en clave de un tipo de conflicto que pertenece al pasado. La pandemia ha puesto de manifiesto que estamos condenados a acordar como estar en desacuerdo, y que, en consecuencia, los intereses occidentales se defienden mejor garantizando  que las instituciones supranacionales,  espina dorsal de la diplomacia norteamericana hasta la llegada de Trump, sobrevivan para preservar el orden internacional liberal en un mundo con múltiples voces.