Contra la mala política
Los españoles formamos parte de esa minoría de seres humanos que vivimos en una democracia plena. Solo el 5,7 % de la población mundial, según el semanario The Economist, gozaba de dicho privilegio en 2019. No lo ven así los socios y los apoyos del actual gobierno de España, los que quieren acabar con «el régimen del 78». Y bien haríamos el resto de los ciudadanos en no confiarnos, porque el entorno global no está siendo propicio para el fortalecimiento de las democracias liberales, y los factores políticos internos tampoco son especialmente esperanzadores. Los Padres Fundadores de nuestra democracia -los artífices de la Transición- nos legaron el mejor marco de concordia, libertad y prosperidad de nuestra historia, pero no deberíamos vivir de rentas, dilapidando esa maravillosa herencia.
«Presentar al adversario como un enemigo y despreciar el valor de la palabra imposibilitan el diálogo y, por lo tanto, el reformismo. Una democracia fracturada se degrada, bien por la parálisis (vetocracia), bien por las imposiciones que laminan el pluralismo (tiranía de la mayoría)»
Algo se mueve bajo nuestros pies. El historiador Niall Ferguson advirtió que la crisis económica era un síntoma de algo más profundo, de una degeneración de «las leyes y las instituciones». En su clarividente libro La gran degeneración, identificó cuatro pilares de nuestra civilización que están siendo socavados en sus bases: la democracia representativa, el libre mercado, el imperio de la ley y la sociedad civil. Como buen liberal-conservador, sabe que la crisis de deuda pública es una traición a las futuras generaciones; y el exceso de regulaciones, las malas leyes y el intervencionismo desatado asfixian la libertad en el mismo presente.
En España, estas consideraciones deberían ser tomadas en serio, porque parece que el gobierno del PSOE et alii nos lleva de cabeza a ese marco político en el que «las leyes y las instituciones» se degradan. El deterioro institucional es flagrante. Al frente de la Fiscalía General, una exministra que ha mostrado ser la antítesis de la ejemplaridad. Las injerencias y las purgas en la Abogacía del Estado. Una reforma del Código Penal para beneficiar a unos presos concretos, los que atacaron a la democracia desde las instituciones y sin remordimientos. No estamos, pues, ante la desjudicialización de la política, como afirma la propaganda, sino ante una politización de la Justicia que erosiona la credibilidad del Estado de derecho.
El premio Nobel Douglass North escribió que «las instituciones son las reglas del juego en una sociedad o más formalmente, son las limitaciones ideadas por el hombre que dan forma a la interacción humana. Por consiguiente, estructuran incentivos en el intercambio humano, sea político, social o económico». Las instituciones son hoy más determinantes para el progreso que la geografía o los recursos naturales, antaño fundamentales. Así, cabe preguntarnos, ¿qué incentivos están generando actualmente nuestras instituciones? ¿Son favorables a la cooperación, al esfuerzo o a la excelencia? No lo parece. Cuando los gobiernos actúan sin contención, con el único objetivo de mantenerse en el poder, ¿qué valores están promoviendo en la sociedad?
Presentar al adversario como un enemigo y despreciar el valor de la palabra imposibilitan el diálogo y, por lo tanto, el reformismo. Una democracia fracturada se degrada, bien por la parálisis (vetocracia), bien por las imposiciones que laminan el pluralismo (tiranía de la mayoría). En En defensa de la política, Bernanrd Crick nos recuerda que «la política es una manera de gobernar sociedades plurales sin violencia innecesaria, y la mayoría de las sociedades son plurales, aunque haya quien piense que la pluralidad es el verdadero problema». Lo que hoy nos encontramos es la antipolítica. Hemos pasado de las ideologías a las identidades, manteniendo el desprecio por las ideas. Estas se pueden debatir y la confrontación, en este sentido, enriquece, pero si al choque de intereses se le yuxtapone la retórica de la identidad, la degradación, social o económica, es inevitable.
Se desgastan las virtudes necesarias para vivir en democracia, pero también se desgasta la confianza que hace que el mercado funcione. Si se percibe a la mitad de la sociedad como el enemigo, ¿quién va a defender el bien común? Si los recursos públicos se dilapidan en confrontación, ¿cómo se legitimará el sistema tributario? Cuando las instituciones tejen redes clientelares o la educación se iguala por abajo, ¿quién se esforzará o arriesgará? ¿Quién se atreverá a crear? Las malas ideas tienen un coste y se imponen con facilidad si no son combatidas, ya que suelen otorgar una gran comodidad psicológica al que las adoptan. Pueden envenenar incluso a las sociedades más avanzadas y preparadas. Solo cabe recordar que Quebec era la provincia más rica de Canadá antes de la deriva nacionalista y la consecuente fuga empresarial, por no hablar del impacto del secesionismo en la decreciente competitividad catalana.
En definitiva, una clase dirigente que desprecia el imperio de la ley -no solo en Cataluña- y que se fundamenta en el intervencionismo y el clientelismo -no solo en Cataluña- desprotege a los individuos y ahoga la libertad. Las malas ideas aceleraron la crisis económica y esta aupó al populismo, otra mala idea. La prosperidad se hace imposible cuando la tensión política rompe la sociedad. Se abandonan los debates sobre cómo superar retos tan inminentes como el demográfico o el tecnológico y nos enzarzamos en irresolubles cuestiones identitarias. Por ello, hay que quebrar el círculo vicioso y recuperar la vía moderantista, reconstruyendo un marco político y jurídico estable, previsible, que incentive una economía competitiva e integradora. Son necesarias, así, las coaliciones de reformismo sensato, en la política y también en la sociedad civil.