Contra el robinsonismo
Focalizando compulsivamente las miradas en las UCI dejamos de lado el combate contra la excesiva comodidad de una soledad relativa
Justifican quienes justifican los fallos de las autoridades en las medidas anti COVID aduciendo que el estado psicológico de la juventud requería, y requiere, levantar en lo posible la barrera de las restricciones. Demasiado tiempo encerrados o con los movimientos severamente limitados puede acarrear efectos perniciosos impredecibles. Sí, pero no solo en las edades en que más hierve la sangre.
Al tratarse de un territorio desconocido, poco puede decirse sobre dichos efectos más allá de una intuición que tiende a dar la razón a los que así argumentan. Tal vez nunca sepamos si, para la población de bajo o bajísimo riesgo, o sea los jóvenes y los vacunados, es ahora peor la enfermedad del confinamiento que el remedio de la vuelta a la vida normal para cada edad.
Es natural que el sistema de salud haya vuelto a ponerse en tensión debido a la quinta ola. Los médicos se quejan de los mil y un errores de los políticos. Los medios de comunicación los amplifican a boleo. Aún así andamos muy lejos, lejísimos, de los horrores de la primera o la segunda ola.
La actual, que ya va de baja, está resultando soportable a pesar de lo altamente contagioso de la variante delta, a pesar de las aglomeraciones, a pesar de que el porcentaje de falsos negativos en los testes de antígenos ha contribuido a esparcir el virus en los acontecimientos multitudinarios. A pesar de todos los pesares.
Si el dato clave, o por lo menos el más preocupante, que es el de los ingresados en las UCI, ronda niveles altos, no es tanto por la autorización de reaperturas y nuevas autorizaciones como por la insuficiente cobertura de los vacunados.
En efecto, quienes más sufren los efectos negativos de la quinta ola son los mayores no vacunados o con la pauta incompleta de vacunación. De ahí se deduce que el fallo no estaba en la disminución de las restricciones sino en la franja de los mayores de cincuenta o sesenta que siguen expuestos.
O sea, que el grupo de riesgo, o si se prefiere de riesgo severo, es muy reducido, y más que lo podría estar si se hubiera priorizado como es debido la vacunación completa de la población mayor de cincuenta o incluso de cuarenta años.
Este es el agujero. Es pequeño y se puede cubrir con celeridad. Para el resto, no hay que llegar al extremo de la barra libre, puesto que las medidas básicas de prevención como la higiene y la mascarilla en interiores deberían aplicarse incluso después de la pandemia, pero sí extender la conciencia de la inmunidad suficiente.
Entre los jóvenes, los vacunados y los que han pasado ya la infección, contamos ya con la inmensa mayoría de la población en la franja de bajo o bajísimo riesgo. Pero no es lo que se difunde.
Contamos ya con la inmensa mayoría de la población en la franja de bajo o bajísimo riesgo. Pero no es lo que se difunde.
Tras mucho debate entre partidarios y detractores, la Unión Europea aprobó el llamado pasaporte COVID. La utilidad del código QR en que consiste es evidente: moverse como si el virus no fuera con ellos.
Pues bien, el mensaje que recibimos los inmunizados es que no estamos libres ni de contagiar ni de contagiarnos, por lo que debemos comportarnos como si no estuviéramos vacunados. Mensaje que llama a engaño: estamos casi por completo fuera de peligro, algo que los datos de la quinta ola confirman sin lugar a dudas.
Sin embargo, nuestras autoridades tienen a bien ignorar la existencia del pasaporte COVID, al imponer las mismas medidas restrictivas a toda la población, sea cual sea su nivel de riesgo. En vez de discriminar a unos pocos por su bien, discriminan a todos por el bien de esos pocos.
Cada vez más cerca de habituarnos a la soledad
No debería de ser así. La acumulación de datos estadísticos nos dirá si el porcentaje de casos graves entre jóvenes y vacunados es muy bajo o de veras mínimo. Pero desde ahora debería animarse a los de bajo riesgo a volver a la normalidad en sus relaciones sociales y familiares, a cultivar de nuevo la amistad, a la vida grupal.
De lo contrario, de seguir así, infundiendo temores en vez de minimizarlos, existe el riesgo de habituarse a la soledad relativa, lo que podemos llamar la instalación en el robinsonismo. Es muy cómodo, demasiado, habituarse para siempre a las restricciones de la vida social, sensatamente reducidas al mínimo en los primeros y más duros tiempos de la pandemia.
Una vez restringido el círculo, saltadas las reuniones familiares, y dejados de lado los encuentros entre amigos o compañeros, en muchísimos casos, tal vez en la mayoría a partir de edades algo maduras, es necesario esforzarse para volverlo a ampliar.
Una soledad cómoda
Las autoridades no se han dado cuenta. Pocos avisan del efecto negativo en las mentes y en el POB de la reducción permanente de vida social. Focalizando compulsivamente las miradas en las UCI dejamos de lado el combate contra la excesiva comodidad del robinsonismo.
Cuanto más tardemos en advertir de las graves secuelas de la dejadez robinsoniana tras la pandemia, más estaremos incitando a la población a mecerse en la tranquilidad de quienes saborean, junto a la soportable amargura de una soledad que no es tal, las mieles de no tener que interactuar con los demás, readaptarse a los demás, abandonar las pequeñas islas para vivir en la densidad e intensidad de las sociedades modernas.