Contra el despilfarro 

Defendí días atrás, en este espacio, la conveniencia de la austeridad como principio inspirador de cualquier política honesta y, además, como única base capaz de sostener el Estado de bienestar, que constituye el principal elemento distintivo de Europa en el actual concierto de las naciones.

Es oportuno añadir que caben muchas formas de aplicar políticas de austeridad. Reducir el gasto en sanidad, educación o I D podría resultar un verdadero disparate. O no. Depende de por qué se haga y de cómo se haga.

Suele ponerse como ejemplo de despilfarro clamoroso las actuaciones que se realizaron desde fines de 2008 con el pretencioso nombre de Plan E (nada menos que Plan Español para el Estímulo de la Economía y el Empleo) o Plan Zapatero. En plena asfixia financiera, atendiendo a las indicaciones del G-20, el Gobierno optó por aumentar de golpe el gasto suntuario e inútil.

Tal como informó un diario, «cientos de aceras, farolas y asfaltados compartieron presupuesto con relojes de sol, circuitos de aeromodelismo y fosas prefabricadas». Hierba artificial e iluminación en los campos de deporte del país entero, centros culturales, auditorios o cualquier genialidad servía para aumentar el gasto en unos 12.000 millones de €, en la convicción, irresponsable, que cualquier gasto, por inútil y costoso que fuese, era de por sí beneficioso.

Para colmo, los defensores de semejante desaguisado tuvieron la desfachatez de calificarlo de actuación «keynesiana», faltando al respeto a la memoria del gran economista británico John M. Keynes, que abominaba como nadie del mal uso de los recursos públicos. Las consecuencias se hicieron evidentes en muy poco tiempo.

El superávit de las cuentas públicas del 2% del PIB en 2007 se cambió por un gigantesco déficit del -11% del PIB en 2009, causando el peor deterioro de la historia de un país que no luce, en este terreno, de un pasado edificante. Todos los indicadores económicos flexionaron a la baja de forma inmediata. Los ingresos ordinarios del Estado se hundieron y la deuda registró un crecimiento explosivo, lo que condujo directamente a la crisis de la deuda soberana que padeció España desde 2010.

Pero sería erróneo limitar la explicación de la difícil situación en la que se sumergió la economía española a aquel tremendo capítulo de nuestra historia reciente. Tampoco fue un modelo de buena gestión la política de infraestructuras desarrollada, en formas distintas, por todos los Gobiernos de la democracia, tanto a nivel de la administración central como de los ejecutivos autonómicos.

La construcción acelerada de una tupida red de ferrocarriles de alta velocidad –el AVE-, innecesaria y privada de rentabilidad, es un caso más de olvido de la racionalidad económica. No es un ejemplo aislado: abundan las muestras de desprecio por la rentabilidad del gasto de la Administración, que debería ser el criterio central de cualquier decisión.

A riesgo de ser muy mal interpretado en los círculos afectados, cabe añadir que también en sanidad, en educación o en I D y, desde luego, en las propias administraciones, se detecta el derroche. En muchas ocasiones, además, de forma fácilmente comprobable.

Y aunque así no fuera, nada excusa la ausencia de órganos independientes de control y la falta de transparencia en la gestión. Las decisiones de los políticos deben ser sometidas a controles e, incluso, a la exigencia de responsabilidades legales. Es una condición ineludible para la salud de la democracia y para la superación de la crisis. No está de más repetirlo: el problema no es la austeridad sino la falta de austeridad. 

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