Con Trump nace el capitalismo de matones
Justo al comenzar el 2017, me mostraba mi amigo mexicano Roberto Salinas «un lado muy poco liberal del nuevo presidente de los Estados Unidos» y adjuntaba un artículo de José Manuel Sánchez Mier publicado en el diario Excélsior el 5 de enero.
En él, el autor, consultor en economía y finanzas en Washington DC, que ha ejercido como catedrático en universidades de México y Estados Unidos, hace un breve repaso a los nombramientos de Donald Trump en materia comercial. Es un relato para no dormir.
La alarma respecto a la política comercial saltó a principio de año, cuando un tuit del presidente electo advertía a General Motors que si seguía produciendo su modelo Chevy Cruze en México, en lugar de hacerlo en Estados Unidos, tendría que pagar altos impuestos en la frontera. A partir de ahí, las principales empresas automovilísticas del país, como Ford, se dieron cuenta de la situación y reaccionaron.
El mismo día 3 de enero, Ford decidió abandonar su nueva planta mexicana valorada en 1,6 miles de millones de dólares. La explicación del CEO de Ford, Mark Fields, argumentando que se dieron cuenta de que en realidad no hay tanta demanda de ese tipo de automóvil en Estados Unidos es una pobre excusa. Sobre todo porque esa medida iba acompañada del anuncio de ampliar la inversión en Michigan y la disponibilidad para «trabajar» con el nuevo gobierno para crear empleos estadounidenses. Como sugería Sánchez Mier, no es una cabeza de caballo pero se le parece.
Sin embargo, no debería sorprendernos esta situación. Hay que recordar que en el 2015, Trump afirmó: «Nunca volveré a comer una galleta Oreo», cuando la multinacional productora de las galletas anunció que quería cerrar la fábrica de Chicago y que quería invertir en México. Tampoco hay que olvidar su famosa frase en plena campaña electoral: «Voy a obligar a Apple a fabricar sus malditos ordenadores en casa, en EEUU», en vez de hacerlo en China.
En la misma campaña propuso subir los aranceles precisamente a México (un 35%) y China (un 45%), sus principales socios comerciales. Para Trump la libertad económica es falta de patriotismo, y está dispuesto a revisar todos los tratados y a poner todas las trabas necesarias para que no se invierta un dólar fuera si se puede invertir dentro. La historia económica le contradice, y la teoría económica también.
No solamente hay que considerar los efectos a corto plazo: la caída del peso mexicano, las enormes pérdidas para empresas como Kansas City Southern, cuya principal fuente de ingresos viene del otro lado de la frontera, o el aumento de inmigrantes mexicanos a Estados Unidos, buscando ese puesto de trabajo que han perdido en su país. Es necesario mirar a medio plazo, donde el análisis nos muestra que los consumidores estadounidenses van a ser también parte perjudicada por el patrioterío mal entendido de Trump.
Cuando el dueño de Oreo decide invertir 130 millones de dólares para aumentar su producción en México lo hace porque el coste de producción, medido en términos de coste de oportunidad (lo que deja de ganar por hacerlo aquí y de esta manera en vez de en otro sitio y de otra forma) es menor para él. Así que va a tener incentivos para producir mucho y bien.
Y eso es beneficioso para los consumidores estadounidenses que comprarán galletas a un precio y calidad buenas. Si fuera más rentable invertir en Estados Unidos, lo habría hecho. Igual que Ford o General Motors. Subir los impuestos o poner cualquier tipo de traba al libre cambio de fuerza de trabajo, capitales y de bienes y servicios, es disfrazar la menor rentabilidad empresarial de la producción estadounidense. Y eso, el empresario no se lo va a comer solito, lo va a cargar en menor calidad o en mayores precios. Si hay desempleo en Estados Unidos hay que revisar las razones, no dispararse al propio pie.
Todo esto no es nuevo, se llamaba mercantilismo, y ahora se ha acuñado la etiqueta crony capitalism, capitalismo de amiguetes o como dice mi amigo Roberto, capitalismo de compadres.
Y los compadres de Trump son Wilbur Ross, secretario de Comercio, a quien The Economist apodó «Mr. Protectionism», que aboga por subir los aranceles a todo el que «amenace» con competir con la industria nacional; Peter Navarro, que preside el Consejo Nacional de Comercio, y que hizo el más sonoro de los ridículos afirmando que el IVA opera como un impuesto a las importaciones en los países que lo usan y había que compensar; y finalmente el Negociador Comercial (USTR), Robert Lighthizer, dedicado a legislación comercial y socio del bufete Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom, donde representa a industrias como el acero, abogando por altos aranceles para incentivar la competitividad industrial estadounidense.
Justamente, los aranceles impiden la exposición de la producción nacional al mercado y empobrecen, por no decir aniquilan, su competitividad.
Estos «Tres Amigos» (como la película de John Landis de 1986) son los compadres que asesoran, animan y proponen al presidente electo Donald Trump. No ha empezado a gobernar y lo único que se me ocurre pensar es ¿Y después? Después de Trump, el diluvio.