Con permiso de “pandemia”, ¿es “guerra cultural” la expresión del año?

La guerra cultural no es una moda pasajera, sino un término que sintetiza como pocos el principal reto de nuestra época

Aunque las raíces del término “guerra cultural” se hallen en la Alemania del XIX (y quizá esto le haya perjudicado: cuesta aludir a lo bélico y germano de los últimos siglos sin intimidarse), todos hemos vivido el auge de esta expresión durante 2020 en España. Dos políticos de renombre, Juan Carlos Girauta y Cayetana Álvarez de Toledo, la utilizan a menudo (bien es cierto que tras haber perdido ambos los puestos de responsabilidad que ejercían en sus respectivos partidos). Las noticias sobre Vox la mencionan con frecuencia. En septiembre, Ciudadanos afirmó querer unirse a ella con voz propia. Dos meses antes aparecía citada durante una entrevista de El País a Iván Redondo, jefe de gabinete de Pedro Sánchez: su equipo afirmaba que esta legislatura abordarían “asuntos como la guerra cultural y la reforma de la Constitución”.

En cierto modo, era esperable que la expresión arribara a nuestros lares: llevaba tiempo proliferando en los EEUU. Y esto es lo primero que hemos de captar para comprenderla: la guerra cultural no responde a una moda pasajera, no es un eslogan más de publicidad política. Bien al contrario, es un término que sintetiza como pocos el principal reto de nuestra época.

¿Qué época es esta? Acostumbrados como estábamos al consenso socialdemócrata-democristiano que vivió Europa tras 1945, adaptados también a los matices thatcheriano-reaganianos introducidos en los 80, confiados como andábamos tras la caída del Muro de Berlín en el final de toda alternativa a nuestras democracias (así vivimos los 90); en suma, creyendo como creíamos que amenazas externas (como el terrorismo islámico) eran nuestra principal preocupación durante los primeros 2000, acaeció entonces algo. Empezaron entonces a resquebrajarse todos los consensos sobre los que reposábamos.

Esto es lo segundo que hemos de captar sobre la guerra cultural: emerge en una situación donde ya no se aceptan los marcos del pasado. Uno de estos marcos era la distribución de papeles que la izquierda estándar (socialdemócrata) y la derecha típica de la posguerra (en el caso de España, típica tras 1978) se habían repartido. Tú a Boston y yo a California; tú, izquierda, te dedicas a marcar los valores que deben regir la sociedad, los “avances” que deben implantarse para apostar por el “progreso” (porque, por supuesto, tú, izquierda socialdemócrata, eres la que defines lo que es progreso). Yo, derecha moderada, me conformo en cambio con gestionar bien las cuentas; soy el que llegaré tras los estropicios económicos que tú causes para encauzar de nuevo las cosas; arreglaré la economía sin tocar demasiado tus “logros éticos”, a la espera de que, cuando tornemos a ser prósperos, vuelvas de nuevo a dirigirnos tú por el camino del Bien moral, tu negociado.

Esta hegemonía cultural de la izquierda (no en vano esta lee a Gramsci; la derecha no) se ha desbordado en los últimos años hasta pretensiones ya visibles hasta para los más miopes (aunque, por supuesto, no para los ciegos). La izquierda actual ataca hoy incluso consensos que creíamos sólidos, pero que, envalentonada, ella cree poder reconfigurar a su gusto.

En España hemos de pensar ante todo (lo anuncian ya los de Iván Redondo) en la Constitución (Chile nos precede). El feminismo expone ya también sin tapujos que va siendo hora de irse olvidando de ese consenso denominado “presunción de inocencia”: debe transformarse en la presunción de que siempre que una mujer acuse a un hombre, ello habrá de tomarse como verdad.

La separación de poderes, nunca muy boyante en España, ¿por qué no deconstruirla también? ¿No tiene acaso la mayoría del pueblo, encarnada en nuestro egregio Gobierno, derecho a regir en todos los ámbitos de poder? El periodismo independiente, ¿quién puede creer ya en esa patraña? ¡Debe ser militante, contarnos solo los hechos que favorezcan a nuestro proyecto político, narrarlo todo del modo que convenga a nuestro Progreso hacia el Bien! Qué decir de la educación o de la cultura: profesores, artistas, escritores, cineastas, todos tienen la misión de orientar la sociedad hacia las metas “progresistas” y “verdaderamente democráticas”; es más, son quiénes deben definir cuáles son estas.

La verdad es que el proyecto llevaba tiempo anunciándose desde la izquierda: “Todo es político” constituye desde hace décadas su lema principal. “Oh, pero cuando dicen ‘todo’ no se refieren de veras a todo”, quiso creer durante todo ese período la derecha más mansa. Hoy ya solo puede pensarlo la ciega.

Y ahí viene la tercera enseñanza importante sobre la guerra cultural: una vez que ha estallado, una vez que alguien ataca todos los consensos antiguos, no tiene sentido mantenerse en ellos: ya no son tales. Si alguien te declara la guerra, el pacifismo se equivoca: no hay manera de no participar. Pues dejar que te derroten es también un modo (algo estúpido) de participación. Así que, ya puestos, ¿por qué no salir a ganar?