Con Netflix ya no habrá guerras
El individualismo tecnológico ha debilitado los lazos con la comunidad y las vivencias compartidas, lo que también está alimentando un anhelo de regreso a la vida rural y sencilla en la España del futuro
Sábado 25 de mayo de 2002. Una discoteca de niños bien de Oviedo silencia al DJ y sintoniza en sus pantallas el festival de Eurovisión, en directo desde Tallín. Es el turno de la representante de España, Rosa López, a quien acompañan en los coros David Bisbal, David Bustamante y Chenoa, entre otros concursantes de Operación Triunfo, un programa de televisión criado a los pechos de Gran Hermano que ha arrasado entre la juventud. Los muchachos ovetenses se suman a los triunfitos y corean Europe’s living a celebration, una bailonga horterada a la altura del festival.
¿Sería posible ver algo así hoy? ¿Cientos de jóvenes convocados en un sábado de juerga por unos ídolos fabricados en la televisión generalista? Probablemente no. Pero aquel era aún el mundo en el que unos pocos (televisiones, productoras, radios, periódicos…) podían movilizar a las masas. Youtube y Facebook no habían entrado en escena y el teléfono móvil sólo servía para llamar y mandar SMS, lejos del ordenador todopoderoso que sería a partir de 2007. En aquella España (en aquel mundo), los escolares hablaban en el primer recreo del capítulo que todos habían visto la noche anterior, había que confiar en que Los 40 Principales o MTV emitieran nuestro videoclip favorito y a veces uno se quedaba sin entradas para el último pelotazo de Hollywood. Cuando un grupo se quedaba sin conversación, las manos no se iban al bolsillo en busca del smartphone y no había más remedio que trabajar las neuronas para sacar un tema o hacer un chiste.
La sociedad cruzaba el puente hacia el nuevo paradigma tecnológico, sí, pero aún pervivían las estructuras anteriores. Los efectos psicológicos y sociales de esas estructuras eran claros: más vivencias comunes, más referencias compartidas, más imaginarios similares. Más posibilidades de captar guiños, de cantar las mismas canciones, de acumular recuerdos hermanados. Una vida más ‘en directo’, más intensa emocionalmente, más cincelada en el cerebro. Más conversación. Más convivencia. Más broncas, quizá. Menos tentaciones de que cada uno fuera a su bola y menos pánico a desconectar cinco minutos para no perderse la última criatura alumbrada en una red social, un canal de vídeos o un podcast marginal (el famoso FOMO, “fear of missing out”).
Por supuesto, todo esto lo hemos sabido a posteriori gracias al contraste con la industria de entretenimiento actual, similar a un desbordante buffet que ocupa varios salones. Cuidado, eso sí, con la tentación de la nostalgia: la tecnología ha ensanchado las compuertas de la creatividad, ha multiplicado la oferta de géneros (musicales, de ficción audiovisual…) y ha permitido que un chaval con talento filme reportajes de calidad estimable armado con un par de teléfonos. Esto último, por cierto, puede tener un apreciable impacto en la cohesión de comunidades locales, porque no sólo triunfan los youtubers que comentan videojuegos japoneses, sino que también los hay especializados en fútbol regional o en rutas de senderismo. La misma tecnología puede funcionar como disolvente o como pegamento (aquí no hablamos del fenómeno ‘Tinder’, eso correspondería a otro ensayo).
¿Qué efectos ha tenido en la conversación pública este profundo cambio en la manera de consumir y producir cultura? Pues, como en toda crisis, ha habido efectos negativos y positivos. El primero de los negativos es que esa fragmentación de las audiencias, esa reducción de las experiencias comunes en torno a películas, series y canciones de difusión masiva (ahora cada cual ve una serie distinta a un ritmo distinto y ya no escucha discos sino canciones de Spotify), lleva inevitablemente a un mayor individualismo. Podría decirse que no es para tanto, que se trata sólo de que cada uno satisfaga su paladar, pero la posibilidad de hacer un traje a medida no favorece el ánimo de abrirse a lo ajeno.
Como dice un amigo en aparente paradoja, “la inclinación a ir a nuestra bola es una inclinación universal”. Y no se trata sólo del consumo de puro ocio. Pensemos, por ejemplo, en la transformación de la lectura de prensa. En el viejo diario de papel, uno pasaba las páginas sin saber con qué se iba a encontrar: de algún modo la actualidad ‘saltaba’ hacia el lector y éste acababa leyendo dos o tres reportajes sobre asuntos que, en principio, no eran de su interés. Ahora, por el contrario, abundan los formatos ‘a la carta’ en los que el usuario selecciona previamente los temas de los que quiere ser informado. Creamos ‘nuestro mundo’ y diluimos poquito a poquito los lazos con los otros.
“En un país como España, que nunca ha tenido una sociedad civil demasiado movilizada, el permanente bombardeo de ocio al alcance del teléfono mantiene ocupadas todas las horas que quedan libres”
Esto tiene un impacto directo en la conciencia cívica de la sociedad y, por tanto, en la política. Un impacto que es bueno y malo al mismo tiempo. Por un lado, en un país como España, que nunca ha tenido una sociedad civil demasiado movilizada, el permanente bombardeo de ocio al alcance del teléfono mantiene ocupadas todas las horas que quedan libres del trabajo y de cuidar a los niños. ¿Ver el telediario o ponerme un vídeo de Twin Melody y después otro de Black Sabbath? En el frenético mercado de la atención, lo segundo tiene muchas más papeletas. Tienen cierta razón algunos jóvenes articulistas (conservadores y marxistas) que hablan de las redes sociales como el moderno “soma” de Aldous Huxley en Un mundo feliz: una sustancia que excita nuestra dopamina y adormece nuestra condición de ciudadanos ‘despiertos’ y ‘críticos’. Otro amigo lo resume así: “No hay guerras porque hay Netflix”.
Pero, al mismo tiempo, ¿de verdad hay que ser un ciudadano ‘despierto’ y ‘crítico’? ¿Qué significan en realidad esos adjetivos: pasarse ocho horas al día leyendo noticias y no dejar un resquicio de la vida libre de sobrepolitización y debate? ¿De verdad es más cívico, más inteligente y más productivo hablar sobre la independencia de Cataluña que sobre un libro, una película o una canción? Por supuesto, no son conversaciones excluyentes, todas ellas hablan de una realidad, de la vida misma, pero ¿dónde hay más ‘realidad’, más ‘vida’? El fallecido periodista Fernando Múgica, que había sido corresponsal en varias guerras, decía que la única manera de sobrellevar los horrores, engaños y mediocridades del mundo era “el arte”. Y, de mayor o menor calidad, la producción artística popular, de masas, se ha disparado en los últimos veinte años. Una oferta que ha crecido en paralelo a la politización de todos los aspectos de la vida y que, por tanto, puede funcionar no sólo como mera válvula de escape, sino como el único pasadizo hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero.
¿Cómo evolucionará todo esto de aquí a 2050? Quién sabe. De un tiempo a esta parte proliferan las ideas conservadoras que insisten en el retorno a la familia, al pueblo, a la vida de cercanías, a una estructura ordenada y previsible. Es cierto que en muchos de estos apóstoles hay un ánimo punki y contracultural, como la tenían los jóvenes marxistas del 68, y en su posición estética hay mucho de performance posmoderna, propia del teatro postizo e histriónico que en teoría combaten. Me gustaría verles a muchos viviendo en una aldea y sin ventilar sus boutades cada media hora en Twitter. Pero bienvenidos sean, porque en su discurso late una insatisfacción con el individualismo tecnológico en el que se han criado y un anhelo de comunidad, de vínculos, de las experiencias intensas que vivían los jóvenes antes de que la explosión digital los encerrara en sí mismos.