Cómo desobedecer y cómo desatender

Era deducible que, después de unos largos días de contradicciones en el frente secesionista, se impusiera una tregua para iniciar el actual crescendo hacia el 9N. La declaración del Consejo de Estado ha coincidido inevitablemente con nuevas llamadas a la desobediencia.

Aunque tampoco hay una unidad inquebrantable en el frente de la desobediencia, la idea es que pase lo que pase, todos vamos a votar. Así lo sostienen, por ejemplo, Carme Forcadell y Oriol Junqueras. A partir de la suposición de que todo se puede votar sin consideración hacia la norma, porque los deseos de pueblo se sobreponen a la ley, esta apelación a la desobediencia invoca los precedentes de Mahatma Gandhi o del reverendo Luther King. Frente a grandes injusticias y atropellos, grandes remedios.

Desde este punto de vista, participar en una consulta convocada por la Generalitat, aunque sea sin requisitos formales, es un deber de todo catalán. Es la voz del pueblo frente a las constricciones que impone el Estado, recurriendo a engaños jurídicos y abusos constitucionales. Sin duda, ciento de miles de ciudadanos deseosos sobre todo del indefinido derecho a decidir buscarán el día 9 una urna donde sea para desobedecer y dar su parecer favorable a la ruptura de Cataluña con España.

Al margen de que sea una consulta sin garantía democrática, como dicen no pocos juristas y avala el Consejo de Estado, también habrá cientos de miles de ciudadanos que no acudirán para nada a las urnas. ¿Supondríamos por eso que desobedecen la autoridad de la Generalitat que ha tramitado la consulta por teléfono?

 
Tal vez lo que se vea más claro después del 9N es que hace falta una nueva política

En realidad, existe una coincidencia generalizada sobre un punto: el número de votantes no superará a lo sumo el 33%. Desde luego, eso no es una inmensa mayoría ni mucho menos una mayoría indestructible. Tampoco se puede considerar una acto de desobediencia de facto, porque la convocatoria no es formal. Es más bien un acto de desatención a las invocaciones de la Generalitat para una participación que manifieste la rotundidad con que la sociedad catalana apoya el sí a la secesión.

Esta perspectiva permitiría afirmar que lo que una notoria mayoría de los ciudadanos no entiende, a parte de los que ya llevan décadas militando en el partido abstencionista, es que se les convoque de esta forma y por esos sospechan en grados distintos que este voto carece de entidad cuantificable. No es una forma de desobediencia directa, sino la percepción de que el frente secesionista, con Artur Mas al frente, carece del poder de sugestión taumatúrgica que se le atribuía desde hace tiempo.

Es por eso que las cabezas pensantes del 9N vacilan a la hora de hacer previsiones de participación. Hay quien habla de dos millones, de un millón o de un millón y medio. Comparado con el conjunto del censo electoral en Cataluña, difícilmente es sostenible un resultado interpretable como un vuelco, más allá de los porcentajes electorales que llevan sumando los partidos pro-independencia y que tal vez tampoco se materialicen por completo.

Unos porcentajes tan elevados de desatención dejarían en evidencia la premura con que Artur Mas ha ido quemando etapas por una ruta de la que hoy por hoy no se sabe con precisión a dónde conduce. Vale la pena recordar el segundo proceso estatutario porque en el fondo casi nadie quería otro Estatut, como se constató con la elevada abstención en el referéndum inscrito en la legalidad. Tal vez lo que se vea más claro después del 9N es que hace falta una nueva política.