¿Cómo callar a Sánchez con Keynes?

La corrección política ha triturado sin piedad a Woody Allen, pese a una carrera brillante y haber entrado en la 'gauche divine' neoyorkina

He leído esta semana las memorias de Woody Allen, A propósito de nada, y, al cerrar el libro he tenido dos sensaciones, en absoluto contradictorias. La primera es que este judío bajito e hipocondriaco de Brooklyn es uno de los personajes que han conformado mi universo intelectual, pese a que en las últimas décadas en las que escupía película tras película, la mayoría prescindibles, llegué a tiznarle mentalmente con esa suciedad moral que es difícilmente remisible.

La segunda, y es algo que vengo acrisolando en mi pobre pensamiento también hace décadas, es que los vientos de la corrección política, se han convertido en tempestades que han asolado occidente desde finales de los 80 del siglo pasado, impulsados inicialmente por esos progres de salón del Upper East Side neoyorkino que se desayunan con el New York Times y son mayoritariamente de izquierdas, y con una enorme proporción de judíos en sus filas (alguna vez alguien debería escribir que la izquierda es, también, un invento judío, desde Marx a Trotski).

Siempre me han producido cierto sonrojo los comentarios de algunos tertulianos españoles (el equivalente patrio a la intelligentsia de los países con un caldo de cultivo cultural más espeso) acerca de que no existen “rojos” de verdad en América. Visitan dos veces Nueva York, se tiran una foto en Times Square, epítome físico del capitalismo, y creen que no hay tipos como Pablo Iglesias en la Gran Manzana.

Pues no solo en Manhattan, a lo largo y ancho de Estados Unidos hay izquierdistas teóricos mucho más aguerridos y marxistas que sus homólogos europeos, desde Noam Chomsky a Harold Bloom, esa gauche divine que vive en apartamentos de varios millones de dólares. Y sí, claro que sí, un tipo como Bernie Sanders es mucho más socialista que Pedro Sánchez y, además, mucho más consecuente con sus prédicas, ya que solo viaja en clase turista.

Woody Allen era un niño prodigio que sacaba malas notas y que vivía en un barrio de clase obrera de Brooklyn, una especie de Moratalaz, pero que soñaba con cruzar el East River, la M-30, y plantarse al abrigo de Central Park en la Quinta Avenida, esa especie de calle Serrano a lo bestia. ¡Y vaya si lo consiguió! Se incrustó de pleno en la progresía neoyorkina, esa que es tan adorable e imitable por la progresía europea, que adopta como hijos propios a cualquiera de los personajes que desde allí le escupen como huesos de cerezas.

A Allen le pasó, precisamente, eso mismo. No he conocido crítico de cine europeo que no propague con insistencia rayana en la propaganda política que Allen es un cineasta “europeo”. Un tipo que solo hacía películas para declarar su amor absoluto a Manhattan, al psicoanálisis, a músicas de Gershwin, Berlin, Kern o Porter, a todo lo americano en especial -en sus memorias no se cansa de señalar a Estados Unidos como su patria-, era, definitivamente, europeo.

Tan es así que, cuando el público, no la progresía, americano, le da la espalda, ya en este siglo, multitud de alcaldes de ciudades de europeas (Londres, París, Venecia, Barcelona, Roma…) le ofrecen dinero –público, eso, sí, dinero confiscado en forma de impuestos a los ciudadanos de dichas ciudades a los que no preguntan si quieren que Woody Allen gaste millones y millones de euros en hacer musicales insufribles, solo para que esos ediles presuman de tener una foto junto al cineasta laminado injustamente por la estúpida y obesa clase media americana–.

Pues sí, amigos, Woody Allen es el mejor ejemplo de tipo aceptado por la progresía y, posteriormente triturado sin piedad por la corrección política, y, por ende, por esa clase de izquierdistas que vuelan en avión privado y se alimentan de ostras, foie y champán. Al acabar el libro, uno siente náuseas, y se pone en la piel del personaje.

Woody Allen es el mejor ejemplo de tipo aceptado por la progresía y, posteriormente triturado sin piedad por la corrección política

Hay que ser realmente fuerte para que medio planeta piense que has abusado de tu hija de siete años, Dylan, de la que te apartan para siempre en función de decisiones cuando menos arbitrarias y, además, ser juzgado como un Humbert Humbert cualquiera por haberte casado con la mujer que amas, Soon-Yi, a la que llevas treinta y cinco años, con la que has dormido durante todas y cada una de las noches de los últimos veinte años y le has expresado el más inmenso de los amores, solo por ser una hija adoptada a los siete años por tu anterior novia, Mia Farrow, y con la que apenas has tenido relación hasta que vuelve de la universidad.

Si todo lo que dice Allen sobre Farrow es cierto –y he de decir que lo dice desde la mesura, el respeto, la admiración profesional y, me atrevería a decir, desde el poso de cariño sincero que deja el amor–, la actriz, ex de Sinatra, es una auténtica y demoníaca arpía que no ha logrado que se marchite la semilla del diablo. No me puedo imaginar el dolor que debes sentir cuando tu hija hace una rueda de prensa a los treinta y tantos, ya casada, y a la que no has visto desde los siete para denunciar que ha sido víctima de abusos sexuales por tu parte y toda la sociedad se vuelve en tu contra sin exigir una sola prueba de tamaña acusación.

Dos veces con Woody Allen

He tenido la ocasión, por absoluto azar, de estar dos veces cerca de Woody Allen. La primera fue hace unos veinte años. Yo me alojaba en el hotel Carlyle de Nueva York y salía para el teatro, él entraba en ese momento con un clarinete en su maletín recién salido de una limusina negra para tocar en el hotel como cada martes –la mofa que hace de sí mismo como instrumentista a lo largo de todo el libro, como las veces que se ríe porque le consideren un intelectual da una ligera idea de su alta inteligencia–. Él me miró y, educadamente, me saludó con un “how-r-u-doing” de lo más americano.

La segunda vez fue hace dos años, en otoño. Cogí el ascensor en el Museo Guggenheim de la Quinta Avenida y él subió a mi lado. La única diferencia entre ambos encuentros es que en el segundo le vi más diminuto y ya un anciano de más de ochenta años; en diciembre cumplirá 85 años. Desde que en 1995 estrenaron Toy Story, obra maestra del cine de animación donde las haya, el Sheriff Woody Pride es para mí el Woody más importante de mi vida, aparte de ser un importante link con mis hijos. No obstante, Woody Allen sigue teniendo un hueco en mi corazoncito.

Odio hacer rankings de todo, pero si tuviera que listar bajo amenaza las cien mejores películas de mi vida, allí estaría en lugar preferente Annie Hall, estrenada unos años después de morir Franco, en 1978, y que supuso para mí un auténtico descubrimiento del que suelo gozar cada vez que puedo. Annie Hall es de estas películas que te hacen amar a sus personajes -espléndida Diane Keaton- para siempre.

Me bajé la autobiografía de Allen en el Kindle con la esperanza de que me revelase el secreto de cómo había conseguido convencer al gran filósofo y erudito canadiense Marshall McLuhan -el mensaje es el masaje- de hacer un breve cameo en el filme, estando ya tan mayor, ya que fallecería dos años después.

¡Cuántas veces hemos tenido esa misma sensación y hemos querido que un escritor o autor favorito haga callar a un pedante que tenemos delante! ¡Cuántas veces he deseado que el gran John Maynard Keynes -no dejen de leer la nueva y definitiva biografía de Robert Skidelsky- le dijese junto a la escalerilla del Falcon al gran Sánchez “oiga, joven, usted no tiene ni idea de lo que es el keynesianismo, así que deje de citarme en sus homilías, se lo ruego”.