Claridad quebequesa, confusión catalana
Si Quebec es un espejo para los separatistas catalanes, este debería ser un espejo roto
Los referéndums de ruptura no son una fiesta de la democracia. Al contrario, votar la retirada de derechos políticos a conciudadanos, extranjerizándolos, es profundamente antidemocrático. Los federalistas quebequeses y canadienses lo tienen mucho más claro que los federalistas catalanes y españoles, siempre tan dispuestos a comprar la última mandanga nacionalista.
En el último debate de política general en el Parlament, el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, anunció que trabajaría para conseguir un “acuerdo de claridad”, siendo este “la vía para hacer un referéndum efectivo que permita traducir la decisión de la ciudadanía en consecuencias políticas». Retórica quebequesa para estirar el chicle procesista. La cuestión no tendría más importancia si no fuera porque, en cualquier momento, el PSC se sumará a esta idea convirtiéndola en el germen de algo más peligroso para la convivencia entre los catalanes.
De hecho, los antecedentes socialistas confirman que ante este tipo de ocurrencias ningún miedo es infundado. En 2012, en las primeras elecciones del procés, Pere Navarro incluyó en el programa un referéndum “con una pregunta clara” y “en el marco de la legalidad”. En 2013, el padre de la Ley de Claridad canadiense, Stéphane Dion, fue invitado por una fundación vinculada al PSC, la Rafael Campalans. No acabaron de pillar el concepto y, en 2016, Miquel Iceta propuso, como una alternativa a la reforma constitucional para avanzar hacia el federalismo, la vía canadiense.
El mundo podemita, cómo no, también se ha prestado al juego de las astucias amarillas. En 2017 el candidato de los comunes Xavier Domènech propuso una “Ley de claridad” en el Congreso que debería desembocar en un referéndum pactado sobre la relación entre Cataluña y el resto de España. Por otra parte, tampoco Aragonès ha sido el primero de su partido alimentar esta ilusión. En 2019 el entonces presidente del Parlament, Roger Torrent, presentó en un madrileño desayuno informativo su propuesta de acuerdo de claridad. Así pues, todos aquellos partidos que formaron y formarán tripartitos se miran en el espejo quebequés.
Siendo una propuesta más pacífica que la del ex president Quim Torra y su guerra rápida a la eslovena, la vía quebequesa es de imposible aplicación en España sin una reforma constitucional. Insistir en ella es abundar en el barullo dialéctico. El propio Dion se ha expresado en numerosas ocasiones sobre las falaces comparaciones entre su país y el nuestro. En 2014, en El Mundo, señaló que “Canadá es divisible, pero Canadá es la excepción. No hay obligación internacional para otros países de hacer lo mismo que Canadá o Reino Unido”. Efectivamente, como España, la mayoría de las democracias se consideran indivisibles, desde la centralizada Francia hasta los federales Estados Unidos.
Por si nuestros tripartitos no lo tuvieran claro, en 2017, en El País, Dion afirmó que “si en la Constitución de Canadá hubiera habido algo como el artículo 2 de la española, hubiéramos alegado que habría que respetar la Constitución. Y si se quiere cambiar la Constitución hay todo un proceso para hacerlo”. En este sentido, podríamos concluir que los españoles no necesitamos ningún acuerdo de claridad, porque este ya se aprobó en 1978 y con un referéndum.
Así, la propuesta de Pere Aragonès es, en realidad, un acuerdo de confusión. Bajo pretextos quebequeses pretende endilgarnos argucias rusas, referéndums de pacotilla como los de Donetsk o Lugansk. El president de la Generalitat no es nada honesto en sus palabras, porque, si se refieren a la Ley de Claridad canadiense, debería explicar que el objetivo de esta nunca fue realizar un referéndum de independencia, sino dificultarlo. Por esta razón, los secesionistas quebequeses no la apoyaron.
Los referéndums de 1980 y 1995 convocados por el Gobierno provincial de Quebec plantearon preguntas confusas, pero sus efectos, a pesar del no a la independencia, fueron claros y devastadores, a saber, fuga de empresas, éxodo de talento y división de la sociedad. Tras el ajustadísimo resultado del último referéndum, el Gobierno federal, con el primer ministro Jean Chrétien a la cabeza, no intentó contentar o encajar a los nacionalistas con cambios constitucionales o prebendas; al contrario, impulsó la implantación de límites al separatismo a través de una Ley de Claridad que, aprobada en el 2000, venía a reconocer que ningún territorio tiene derecho a la autodeterminación o secesión.
Por lo tanto, si Quebec es un espejo para los separatistas catalanes, este debería ser un espejo roto, porque demuestra, como nos demostró nuestro procés, que no sólo la independencia tiene elevados costes sociales y económicos, sino que la simple amenaza de un referéndum ya genera fractura y decadencia. Y es que poner en cuestión nuestros marcos de convivencia es la más irresponsable de las maneras de agravar cualquier crisis.
Los quebequeses aprendieron la elección. La fatiga nacionalista provocó que cualquier propuesta de referéndum fuera inmediatamente castigada en las urnas. Sin ir más lejos, en las pasadas elecciones del 3 de octubre a la Asamblea de Quebec, el partido de los referéndums, el histórico Partido Quebequés, obtuvo solo 3 de los 125 diputados, el peor resultado jamás obtenido. Los británicos también parecen haber aprendido la lección, aunque demasiado tarde. ¿Y los catalanes? Según el último barómetro del Centre d’Estudis d’Opinió, estamos trabajando en ello.