Cataluña, la decadencia, la independencia y el Senado
Hace apenas unas horas, un buen amigo, alto directivo de una de las instituciones de la llamada sociedad civil barcelonesa, me confesaba que el independentismo de los últimos tiempos no es la decadencia catalana; al contrario, decía él, la decadencia del territorio es lo que ha acabado derivando en el independentismo creciente.
A la vista de cuál es el precio de la disidencia en este país, en estos tiempos, me abstengo de revelar su nombre. Aunque podríamos decir que es uno de esos catalanes de raigambre, cuya cuna y capacidad intelectual ha sido ensalzada en multiplicidad de ocasiones en tiempos más tranquilos.
Debo admitir que tiene una parte importante de razón. Sostiene que en otras etapas de la historia los catalanes se habían encargado de gobernar lo fundamental de España. Y que en los últimos tiempos se ha producido una expresa renuncia a esa posibilidad a la par que se interiorizaba, fruto del pujolismo, una visión entre romántica y endogámica del país. Una actitud que hacía inservible el esfuerzo y la lucha contra los poderes tanto en relación con España y, lo que es más peligroso, como hacia la Unión Europea.
En consecuencia, la decadencia del país ha dado lugar a un estado político de vuelo corto, en el que los virreyes quieren ser reyes y los mediocres del panorama pueden tener aspiraciones en un espacio más reducido y menos amplio. En otros tiempos de la historia, los catalanes luchaban en un sentido no bélico, sino de trabajo y esfuerzo, por controlar la economía española y dirigirla hacia sus intereses. Hubo antecesores de Duran Lleida y Sánchez Llibre que hicieron bien su trabajo y consiguieron que los principales actores de la sociedad catalana se sintieran no sólo satisfechos, sino incluso recompensados en sus intereses de forma amplia.
La ruptura de todo ello ha avanzado hacia la decadencia catalana. El independentismo es su formulación política máxima (por cierto, con las encuestas poco favorables en lo parlamentario) y el arte de la permanente reivindicación la salida a través de la cual se relaciona con el resto de España.
Parece que el Gobierno de Mariano Rajoy ha decidido tomar la iniciativa política y realizar alguna que otra oferta a los virreyes: sea el traslado del Senado, sean algunas mejoras en términos de Hacienda Pública o sus equivalentes. En cualquier caso, la actuación llega tarde. La credibilidad de los representantes de la Administración Central del Estado ha decaído de manera incontrolable. Trasladar el Senado a Barcelona es tanto como conceder una patata no caliente, sino podrida, en un momento en que lo más sensato es acabar con una institución lejana de los intereses y necesidades reales de la ciudadanía.
Sí tiene sentido que España, como realidad administrativa, esté más presente en la capital catalana si se pretende mantener una cierta ficción de co-capitalidad. Sobre todo a la vista de que ese espacio del Estado lo han ocupado los nacionalistas de la decadencia cargándose justamente eso, el Estado. Dicho eso, que se guarden el Senado allá donde les quepa, porque aunque lo trasladen seguirá como una cámara de representación inservible y anacrónica. Sólo una reforma en profundidad del Estado puede facilitar que la ciudadanía del siglo XXI entienda de sus derechos y libertades y algo menos su territorio identitario.