Cataluña, Escocia y las falsas equivalencias
El independentismo fuerza la comparación con Escocia, mientras la Generalitat fracasa en sus giras al exterior y el Pdecat se hunde frente a ERC
Un mensaje es como un clavo: hay que golpearlo una y otra vez para que cumpla su función. El procés es un andamiaje sostenido por muchos clavos, profundamente hundidos y difíciles de desclavar. Uno de los más efectivos es que Cataluña es como Escocia, solo que Madrid –a diferencia de Londres— le niega el derecho a decidir. Que la segunda parte de ese enunciado sea un hecho comprobable no significa, sin embargo, que el primer aserto sea verdad.
Las dos columnas maestras del soberanismo, Pdecat y ERC, no pueden ya ocultar sus diferencias. En un nuevo síntoma del trastorno disociativo que sufre Junts pel Sí, Carles Puigdemont y Oriol Junqueras mostraban su unidad el pasado miércoles firmando un artículo conjunto en el diario belga Le Soir en el que de nuevo reivindicaban al ejemplo escocés. Mientras tanto, los exconvergentes anunciaban una querella contra Esquerra por filtrar una grabación en la que discutían su plan B autonomista ante una temida implosión del procés.
La indiscreción ha hecho que se le entrevean al Pdecat los planes para salvar los muebles en los comicios que presumiblemente sustituirán la consulta frustrada. ERC ha tenido más cuidado en mantener los suyos a salvo de oídos ajenos. Pero, aunque Junqueras y el president mantienen que el referéndum se hará “sí o sí”, los movimientos de ambos partidos indican que la preocupación es otra: el asalto final de Esquerra a la Generalitat.
La ingeniería social trata de forzar el sentimiento mayoritario de Cataluña
El procés catalán se adentró hace tiempo en terreno de lo postfactual. En un reciente seminario de Dircom Catalunya titulado ‘Posverdad, hechos alternativos y otros eufemismos de mentira’, el debate no tardó en viajar desde la América de Trump y la Inglaterra del “brexit” a Cataluña, donde se ha desplegado una auténtica labor de ingeniería social para transformar y canalizar los sentimientos de un sector de la población. Y donde ahora el Estado intenta sustituir años de inacción mediante el poder coercitivo de los tribunales.
La Doctrina Mas, desarrollada desde 2012, descansa sobre tres premisas: ante todo, la debilidad política de Mariano Rajoy, que llegó al poder asolado por la crisis y la corrupción; en segundo lugar, una promesa de futuro cargada de emociones destinada a captar la desafección y explotar la cerrazón del PP; y, finalmente, la confianza en que Cataluña obtendría un apoyo internacional que acabaría imponiendo un fait accompli al Estado español.
Cinco años después, Artur Mas ha inmolado a su propio partido (las encuestas publicadas el domingo auguran un claro sorpasso de ERC) y ha sido apeado como primer caballero por la CUP, obligando a cooptar como testaferro político a Carles Puigdemont, una suerte de trotskyista del soberanismo partidario de la radicalidad permanente. Mientas tanto, Rajoy no solo sigue en La Moncloa sino que, gracias a la convulsa política de Francia, Alemania e Italia, ha ingresado en el supremum europeo con galones de líder estable y fiable.
El fracaso de la política exterior de la Generalitat se debe a una cierta ingenuidad de sus líderes
El revés electoral de Convergencia en 2012 y el de Junts pel sí en 2015, que convirtió a la CUP en arbitro del procés, ilustran las carencias como estratega del president emérito y la validez de la máxima del mariscal Herbert von Moltke: “ningún plan sobrevive el primer contacto con la realidad”.
Pero el fracaso de la política exterior soberanista se debe al voluntarismo y una cierta ingenuidad. El error de Mas, de Puigdemont y particularmente del “Minister of Foreign Affairs”, como se presenta en el exterior Raúl Romeva, ha sido creer que el peso económico y la importancia geoestratégica de Cataluña, unidas a razones históricas e incluso morales, generarían suficiente presión sobre el Gobierno central como para forzar el derecho a decidir.
Ese derecho –la autodeterminación, que la ONU reserva a los procesos de descolonización— es un asunto que las cancillerías extranjeras prefieren evitar. Y tras el “brexit”, que ha hecho de España un ‘palo’ en la negociación de palo y zanahoria entre la UE y el Reino Unido, lo es mucho más. En cuanto a Estados Unidos, si consideró durante décadas la dictadura de Franco “un asunto interno” a cambio de sus bases, no va a irritar ahora a sus caseros de Rota, clave en su despliegue en Mediterráneo y Oriente Medio.
El independentismo fuerza la comparación con Escocia
Uno de los recursos utilizados en la construcción de lo postfactual es la falsa equivalencia, ese silogismo político que iguala dos situaciones por medio de una interpretación libre de la realidad. En su día, la identificación predilecta del abertazlismo vasco fue Irlanda; la del independentismo catalán es Escocia.
Escocia y Cataluña, pese al discurso soberanista, no son –histórica, política o económicamente— la misma cosa. Escocia, reino independiente desde su fundación en el siglo VIII, se unió a Inglaterra en 1707 para formar el Reino Unido. Su pulsión independentista solo comenzó a tomar cuerpo a partir de la autosuficiencia económica generada por el petróleo del Mar del Norte en los años 70 y el ‘devolution’ (autonomía política) que plasma la Scotland Act de 1998.
El Scottish National Party (Partido Nacional Escocés, SNP), fundado en 1934, gobernó por primera vez, en minoría, en 2007 y solo en 2011 obtuvo una mayoría que permitió a su líder, Alex Salmond, pactar con David Cameron el referéndum de 2014 en el que la independencia fue rechazada por un 55.3% de los votos. Cameron ya es historia, Salmond dimitió tras el fracaso de la consulta y el tablero de juego es sustancialmente distinto hoy al de hace dos años.
Escocia quiere ser independiente, pero con la reina como jefa de Estado
Como el nacionalismo catalán tradicional, el SNP ha basado su estrategia en ‘el juego largo’, el respeto a las reglas y una lealtad institucional que incluso hoy –cuando su líder actual, la primera ministra Nicola Sturgeon reclama un nuevo referéndum de secesión— aboga por una futura Escocia independiente que siga teniendo a la Reina de Inglaterra como jefa del Estado.
El fair play que genera siglos de constitucionalismo no escrito británico es una diferencia fundamental con respecto a la obcecación del Partido Popular, que la simplificación del discurso ha reducido a otra falsa premisa: que España entera se opone a una solución acordada y legal para Cataluña.
Si cae el procés será la hora de Oriol Junqueras
Como en los thrillers, el soberanismo requiere móvil, oportunidad y medios. Mariano Rajoy y su partido los han proporcionado en abundancia: desde la impugnación del Estatut de 2006 a la negativa a negociar cualquier compromiso efectivo con el nacionalismo. Y no ha sido por ideología sino por cálculo político. El PP no gana votos si se muestra dialogante; pero los perdería en masa entre la gran derecha sociológica que alumbró José María Aznar ante cualquier “debilidad” con Cataluña.
En el entorno ex convergente se palpa la confusión. Artur Mas, pese a su inhabilitación –o quizá a raíz de ella— es, se dice, partidario de llevar la confrontación hasta el límite en la esperanza de que el Gobierno invoque los poderes del artículo 155 de la Constitución. Pero en su partido, conscientes de la tendencia del ex president a tomar la decisión más destructiva para sus intereses, aumentan quienes desean ir a las elecciones como mal menor.
En la burbuja alternativa que es Cataluña, Oriol Junqueras tiene un plus de pragmatismo y capacidad de circunvalación obtenido de su experiencia vaticana. En cuanto consiga situar el derrumbe de la consulta diáfanamente a los pies de Mas, Puigdemont y el Pdecat, habrá llegado su momento.
Y será entonces cuando, invocando de nuevo el espíritu de Escocia, pida a los catalanes que le voten para otorgarle el liderazgo de un nuevo procés que logre sin fechas tope ni líneas rojas autoimpuestas, un referéndum pactado.