Cataluña es un gran esplai
En Cataluña los esplais juegan un papel fundamental. Son asociaciones voluntarias, sin ánimo de lucro, que organizan el tiempo libre de los chicos y chicas. Lo aprovechan para educar y transmitir valores. Y para los padres son vitales. Organizan extraescolares, casales de verano y campamentos. La idea es sencilla, pero para nada banal: se trata de educar, pero siempre en un ambiente relajado, festivo, con alegría, sin el corsé de la enseñanza reglada.
La cuestión es que Cataluña, que nunca se ha llevado bien con el poder político, porque, al no tenerlo históricamente, no ha adquirido habilidades suficientes para saber dominarlo cuando sí lo ha podido catar, se ha convertido en un gran esplai. De hecho, huye del poder político como de la peste. No sabe qué hacer con él.
El movimiento independentista, que volvió a llenar las calles de cinco ciudades en la Diada de este domingo, actúa siguiendo los esquemas de un esplai. Es divertido, jovial, proliferan las fotos, las canciones y las sonrisas. En Barcelona, familias enteras volvieron a participar, con niños con esteladas pintadas en sus caras, abuelos satisfechos, las frases hechas de toda la vida –bote, bote, español el que no bote—y una especie de convicción de que todo seguirá igual, pero por lo menos estamos aquí, decimos que queremos ser independientes, y mañana a trabajar.
Pero se trata de buscar el componente político de ese gran esplai. Y lo encontramos en los partidos políticos, de todo el arco parlamentario, no sólo en los partidos soberanistas. Se trata de un juego perpetuo, en el que nadie explica qué quiere en realidad y cómo lo puede conseguir con un método viable y razonable.
Nadie explica que el principal problema, desde el primer minuto, es la consideración de Cataluña como nación, y las implicaciones que eso puede tener. Es decir, si Cataluña puede y debe votar su futuro político, por sí sola, al margen de su relación histórica con un ente mayor que ha ayudado a conformar que se ha llamado España.
Pero, a pesar de la importancia de ese debate, se debería atender la cuestión más pragmática. Alguna solución se debería ofrecer, por parte de todos los actores implicados. Es decir, ¿se quiere o no lograr un referéndum pactado para que los catalanes decidan qué relación querrían con el resto de España? ¿Qué preguntas debería contener ese referéndum? ¿Y cómo se articularía el resto del territorio español en función de ese resultado?
Sin embargo, no parece que alguin quiera algo. Se trata de ir avanzando, de que los soberanistas sigan en el gobierno, de lanzar pullas constantes contra Madrid, y de seguir organizando jornadas lúdicas, para visitar ciudades, para izar las esteladas, para cantar y coger fuerzas para trabajar al día siguiente.
Uno de los políticos que renunció a seguir en la brega –también porque no obtuvo buenos resultados con su fuerza política—es Alfons López Tena, un independentista convencido, notario, y ex miembro del Consejo General del Poder Judicial. López Tena sostiene que las estructuras del Estado, los que han gobernado siempre España, saben perfectamente que Cataluña nunca va hasta el final, y, por tanto, esos abogados del Estado –Soraya Sáenz de Santamaría lo es—saben manejar a la perfección la situación.
Claro que las cosas siempre pueden cambiar. Pero no lo parece. El presidente Carles Puigdemont, que se ha comportando como un independentista más, llevando a muchos ciudadanos a pensar que ya no lo podrán considerar su presidente –aunque no le votaran— no ha variado el guión. Dice ahora que pedirá un referéndum al Estado, y que convocará elecciones constituyentes. Pero todo es muy vago, todo muy vaporoso.
En realidad, nadie quiere nada. Sólo seguir jugando. ¿Este lunes? Las madres –sí, a pocos padres les escuche esas preocupaciones—hablaban entre ellas: «al cole tu, después de tantos meses con los niños a cuestas, a ver cómo va, pero yo respiraré».
¡Nada, un esplai!