Cataluña, el suflé y la Constitución

La crisis económica y la corrosión social derivada han operado como detonante en el conflicto por la reivindicación soberanista en Cataluña. Con la Diada de 2012 como punto de inflexión, nadie podría imaginar un año antes que, a día de hoy, la aspiración independentista catalana pasase a dominar la agenda política española. Hasta ese momento, en Cataluña, como en el resto: discusión y cabreo generalizado por la magnitud de los recortes sociales que aplicaba y aplica la derecha nacionalista gobernante.

No sé si el Gobierno español piensa en serio que lo del soberanismo catalán es un suflé. Se aplica al problema la técnica rajoyana de dejar correr el tiempo –a ver si desaparece de las primeras páginas y la gente “se olvida”– y malo será que no escampe.

Craso error. Hay en la sociedad catalana una sólida base independentista que no viene de ayer, ni de anteayer. Está enraizada. No nace de un arrebato coyuntural, ni de una pataleta fiscal. Cosa distinta es que el cabreo fiscal –con sus razones y sus sinrazones– y el cabreo social hayan agitado las aguas y llevado al molino del soberanismo caudales en realidad prestados y, por tanto, reversibles.

No cabe minimizar el problema, que es muy serio y peligroso. No cabe esperar que el problema se vaya como llegó. No es razonable creer que la situación se estancará y acabará pasando a segundo plano. Si Artur Mas desaparece del escenario, otros lo relevarán. Y es arriesgada la tentación de comparar con la evolución del País Vasco, su pico álgido de soberanismo con el plan Ibarretxe y una situación de calma relativa en la actualidad.

Muchas de las ideas que se plantean en el debate público sobre esta cuestión –muy interesante, por cierto– concluyen con la idea de que “el nuevo encaje” de Cataluña en España pasa por modificar la Constitución. Esto es obvio. Tanto para federalizar España como para legalizar la opción de la autodeterminación es preciso revisar la Constitución.

Hasta el momento, el Gobierno se niega a tocar la Carta Magna y el PSOE aboga por la revisión federalista. ¿Y los nacionalistas catalanes? Sólo se implicarán en una revisión constitucional que deje abierta la puerta para –ahora o en otro momento– decidir su futuro en un referéndum. Esa es la posición tradicional de ERC (abiertamente independentista antes y ahora) y esa y no otra tendría que ser la postura de Convergencia, puesto que se ha decantado por la opción soberanista poniendo al servicio de la causa todo el aparato institucional y la capacidad de influencia de la Generalitat. Se han dado pasos con muy difícil marcha atrás.

La Constitución de 1978 fue un magnífico logro político, fruto de una muy extendida voluntad de consenso de la que participaban amplias capas de la sociedad y muchas formaciones políticas de derecha y de izquierda, nacionalistas o centralistas. Se trataba de recuperar la legalidad democrática interrumpida en 1936 y de salir del siniestro túnel del franquismo. Mucha energía, mucha buena fe, mucha voluntad de concordia y el objetivo obstinado de pactar un marco común de organización de convivencia válido al menos para la gran mayoría. Y la cosa no ha funcionado mal.

Pero no tiene nada que ver aquel clima social y político con el actual. Por tanto, a mi me parece imposible llegar a un punto de encuentro para salir de este oscuro callejón en el que estamos. Tal como van las cosas, la reforma constitucional deseable (con consenso amplio) resulta inviable. Las fuerzas estatales nunca aceptarán la opción del derecho a desmembrar el Estado y las fuerzas nacionalistas no pasarán por menos que contar con ese reconocimiento. Un razonamiento parecido es el que esgrime el escéptico Rajoy.

Cuando menos un 40% de los catalanes se manifiesta rotundamente por la independencia, según un sondeo publicado esta semana por El Periódico. Otro porcentaje similar es partidario de que Cataluña tenga más poder sin salirse de España y el resto cree que las cosas ya están bien como están. ¿A quién contentaría la reforma constitucional posible?

Habrá que explorar otras vías que no aboquen a un fracaso negociador para reformar la Constitución inútilmente. Porque el conflicto no quedaría resuelto. Si es que es resoluble, claro, que tengo mis dudas.