Catalanismo popular, movimientos sociales e izquierdismo
Cuando servidor estudiaba el bachillerato, a mediados de los años setenta del siglo XX, lo que estaba de moda entre la mayoría de los estudiantes izquierdistas era afirmar rotundamente que el nacionalismo era un invento burgués. Por ende, el catalanismo, que es el nombre con el que se designa tradicionalmente al nacionalismo catalán, o lo que es lo mismo, el movimiento favorable a la reivindicación nacional catalana, también lo era.
La consecuencia de esta manera de entender el catalanismo fue que en las asambleas, minoritarias o multitudinarias, que las hubo de todo tipo, si alguien se ponía a hablar en catalán, como siempre fue mi caso, le reñían y le conminaban a cambiar de idioma con una consigna, a mi entender lacerante y racista, que decía así: «Habla en el idioma de la clase obrera». Y ese idioma no era otro que el castellano. Normalmente quien exigía ese cambio lingüístico era alguien que después, fuera del tumulto, hablaba en catalán contigo, aunque en casa puede que hablase en castellano porque era hijo de esa burguesía españolizada con el franquismo y anticatalanista hasta los tuétanos.
El hoy antropólogo Manuel Delgado cuenta que «en la coordinadora de bachilleres acudían unos jóvenes —creo que del Instituto Ausias March, seguramente militantes del PSAN (en eso se equivoca)— que se empeñaban en intervenir en catalán, lo que motivaba una reprobación general. Puedo dar testimonio de que, ante su empeño, se hacía una traducción simultánea al castellano, más que nada para fastidiarles. En aquel contexto, existía una especie de consenso sobreentendido según el cual el castellano era «el idioma de los trabajadores». Creo que había un fuerte elemento de pose, porque todos los asistentes entendían perfectamente el catalán. En aquel ambiente, la cuestión nacional ni se planteaba. Los únicos que ostentaban la ‘C’ en sus siglas eran los comunistas ortodoxos, es decir el PSUC y la JCC». Cuando leí ese relato de Delgado enseguida me reconocí en él y volví a sentir la rabia de entonces.
Los orígenes familiares de mis padres eran humildes, aunque con el tiempo mi padre pudo cursar la carrera de medicina y mi madre trabajó durante un tiempo de enfermera en el Hospital del Mar. Allí se conocieron. Las memorias de mi padre, El compromís de viure (http://ves.cat/mapr) son bastante prolijas sobre las dificultades familiares. Mi familia siempre fue partidaria de lo público por esa visión llana de la vida. Les cuento esto para explicarles por qué mis padres optaron por la enseñanza pública cuando decidieron dónde debían estudiar el bachillerato los cuatro hijos que tuvieron.
Así pues, cursé la enseñanza media en el instituto Ausiàs March, que ya estaba ubicado en las carretera de Esplugues y en el que entonces sólo estudiaban chicos, aunque estaba justo al lado de otro instituto, el Juan Boscán, donde estudiaban las chicas. Cosas de la educación franquista. Evidentemente, las clases se daban en castellano. Lo mismo que en el Jaime Balmes, que fue donde acabé mis estudios de secundaria después de que me expulsaran del primer instituto por haber participado en la organización de un boicot a las clases de religión y de Formación del Espíritu Nacional. Cuando hoy pienso en esos años, siento que mi indignación sigue viva y que si pudiese revivirlos volvería a hacer lo mismo.
En el instituto Ausiàs March se agolparon un sinfín de «pequeños revolucionarios», entre ellos yo, que entonces era militante de las juventudes comunistas de Bandera Roja (BR), una organización maoísta dirigida por los llamados «dos jordis», Jordi Solé Tura y Jordi Borja, que surgió en 1967 de una escisión del PSUC. En esa organización militaron gentes que después han ocupado cargos relevantes en todos los estamentos de la sociedad.
Cuando me incorporé a este grupo las discusiones ideológicas eran de órdago. Estaban en plena ruptura y los llamados Banderas blancas, encabezados por los fundadores, volvían al PSUC después del paseo por uno de los extremos. Los que se quedaron, encabezados por Ignasi Faura, Ferran Fullà, Domènec Font, Joan Oms, Pep Martínez, Carlos Trías Sagnier, Àngel Panyella y Miguel Barroso (el dircom de Rodríguez Zapatero), entre otros, fueron aún más ideológicos que los primeros.
BR fue siempre una organización que cuidó mucho la formación de sus militantes y seguramente por eso las peleas eran de gallo. Los seminarios para incorporarte al grupo duraban unos seis meses y estabas obligado a leer todo tipo de literatura marxista, especialmente del teórico marxista griego Nikos Poulantzas (1936-1979) (http://ves.cat/mapm), un estudioso del Estado moderno que tuvo que huir de la dictadura de los coroneles y que en París se convirtió en alumno predilecto de Louis Althusser (1918-1990) (http://ves.cat/mapk), el padre del marxismo estructuralista.
Poulantzas y Althusser acabaron mal. El primero se lanzó al vacío cuando tenía 43 años porque, según dice la leyenda, «no soportaba sentirse un escombro ideológico». El segundo, en cambio, se puede decir que murió en vida al ser internado en un centro psiquiátrico después de asesinar a su mujer el 16 de noviembre de 1980, aunque luego se auto-reivindicase en un libro de memorias escalofriante: El porvenir es largo, que apareció en Francia en 1985. En 2011 vio la luz el libro Cartas a Elena, con un prefacio del nuevo filósofo Bernard-Henri Lévy, donde Althusser explicaba la compleja relación que mantenía con su mujer.
En ninguno de los seminarios a los que tuve que acudir para ingresar en BR se habló de autores como Valentí Almirall, Antoni Rovira i Virgili, Manuel Serra i Moret, Rafael Campalans o de cualquiera de los muchos intelectuales catalanes de izquierda adscritos al catalanismo. Ni siquiera se hablaba de Pi i Margall, de Andreu Nin o de Joaquín Maurín, a pesar de que luego descubrí que Solé Tura se inspiró en los argumentos de este dirigente del POUM para analizar el catalanismo y la revolución burguesa en su famoso libro dedicado a Enric Prat de la Riba.
Como dice Manuel Delgado, para BR y las demás organizaciones izquierdistas del tardofranquismo –OIC, LC, LCR, MC, PCE(i), PT–, la cuestión nacional era cosa de burgueses o de pequeño-burgueses y el catalán un idioma ajeno a los trabajadores. Me costaba aceptarlo puesto que en mi familia se hablaba catalán de una manera natural y los parientes de Molins de Rei y Sant Pere Pescador, de donde eran originarios mi madre y mi padre, respectivamente, y que no eran precisamente unos potentados, también lo hablaban con naturalidad. Les puedo asegurar, además, porque durante un tiempo fui el responsable político de la célula de las juventudes de BR en Santa Coloma de Gramanet, que ningún hijo de los llamados «otros catalanes», los que vinieron a Cataluña forzados por la pobreza en sus tierras de origen, me exigió nunca cambiar de idioma.
Al contrario. Entonces ya constaté que casi siempre son los pijos revolucionarios los que alimentan el conflicto lingüístico. Lo de la sociedad dividida permanentemente da mucho rédito político. EL PSUC no actuó nunca así, por lo menos mientras duró. Otra cosa son los esquejes que le siguieron, que en muchos casos volvieron a entonar la vieja canción de mis años mozos sobre el idioma de la clase obrera.
No recuerdo exactamente en qué año fue, pero debió ser en 1976, cuando me expulsaron de BR por «nacionalista pequeño-burgués», el gran delito. Entonces pasé a militar en las Juventudes del PSUC y ese mismo curso empecé la carrera de historia en la Universidad de Barcelona. Fue allí donde descubrí que eso que había defendido siempre con pasión, el catalanismo popular de mi gente, tenía quien lo estudiaba y lo defendía con la misma pasión que yo pero con mucho más conocimiento.
Era el profesor Josep Termes (1936-2011), quien además era también uno de los pocos profesores que se dedicaban a estudiar el movimiento obrero catalán y español casi como algo vivido, como el chaval de barrio que siempre quiso ser. Termes, sobre quien la profesora Teresa Abelló y un servidor recientemente hemos promovido un libro de homenaje (http://ves.cat/mapx), defendía que el catalanismo tenía raíces populares y por tanto rechazó con mucho brío la tesis que Jordi Solé Tura había puesto en circulación con su estudio sobre Prat de la Riba. Es famosa la ponencia de Termes en un coloquio de historiadores convocado por la Fundación Jaume Bofill y que tuvo lugar en 1974. Si quieren saber algo más sobre la cuestión, les remito a un breve artículo de profesor Jordi Casassas (http://ves.cat/mapz) y a la lectura completa de dicha ponencia (http://ves.cat/mapy).
La respuesta a Solé Tura no fue sólo de Termes. También Josep Benet se aplicó en la crítica, lo que le llevó incluso a preparar, también en 1974, dos volúmenes de textos para demostrar que el catalanismo también podía ser de izquierdas. Así surgió Marxisme català i qüestió nacional catalana, 1930-1936 (http://ves.cat/mapT) que Benet firmó con el pseudónimo Roger Arnau. Con la misma intención Albert Balcells publicó Marxismo y catalanismo, 1930-1936 (http://ves.cat/mapU), en 1977, y en un sentido más amplio es lo que también hizo en 1975 Félix Cucurull con sus seis volúmenes de la Panoràmica del nacionalisme català (http://www.felixcucurull.cat) y que reproducían todo tipo de escritos.
Los historiadores que entonces se mantuvieron, digamos, neutrales ante esa polémica hoy se posicionan a favor de lo que defendía Termes, aunque no le citen. Este es el caso de Josep Fontana y su último libro, La formació d’una identitat. Una història de Catalunya (http://ves.cat/mapA) cuyo origen fue, según propia confesión, «la manifestación del 11 de septiembre del 2012, cuando se produjo aquella reacción, muy espontánea, de la gente, que cogió a los políticos por sorpresa, mi idea era explicar por qué se había producido ese fenómeno. Que la gente se dé cuenta de que no es una cuestión de los últimos dos años, sino de los últimos 500 años. Y también me daba cuenta de que hay muy buena investigación que no llega a la gente y que quería recoger en un libro que se pueda leer». Espero que Fontana, que sí que es reconocido como un historiador marxista, abra los ojos a los neosoleturianos que abrazan todas las causas de liberación del mundo menos la catalana.
Desde la irrupción de Podemos en la política catalana, que de momento se circunscribe a un mitin en el Pabellón del Valle de Hebrón y a unas cuantas declaraciones de Marc Bertomeu, ya se han podido leer unos cuantos artículos sobre el resurgir del soleturismo académico, que se resume en la teoría, un poco vaga, de la existencia de las dos Cataluñas, lo que por otro lado es el sueño dorado de los «señoritos» burgueses —Félix de Azúa, Albert Boadella, Francesc de Carreras, Arcadi Espada, Teresa Giménez Barbat, Ana Nuño, Félix Ovejero, Félix Pérez Romera, Xavier Pericay, Ponç Puigdevall, José Vicente Rodríguez Mora, Ferran Toutain, Carlos Trías Sagnier, Ivan Tubau y Horacio Vázquez Rial— que auspiciaron la creación de Ciudadanos (http://ves.cat/mapW) y arreciaron el conflicto lingüístico. A Ovejero lo recuerdo en el instituto defendiendo exactamente lo mismo que ahora. A Azúa y Trías (1946-2007) su paso por BR debió servirles de base.
Hace tiempo que sabemos que las estadísticas las carga el diablo. Ahí está, por ejemplo, el análisis del colectivo Piedras de papel (http://ves.cat/mapB) que insisten en la existencia de esas «dos Cataluñas» al hablar de la correspondencia entre voto e identidad nacional de los votantes. La resumen así: «Desde la diada de 2012, Cataluña se ha adentrado en un profundo proceso de polarización. Actualmente, la oferta de partidos está fuertemente segmentada en función de la identidad nacional. Según la encuesta del GESOP para El Periódico, más del 80% de los votantes que se sienten esencialmente catalanes votarían a CiU, ERC a la CUP. En cambio, estos tres partidos apenas alcanzarían el 15% de los votos entre los que se sienten españoles o tienen una identidad mixta. Por el momento, Podemos ha quedado atrapada en el sector españolista (o con identidad mixta), siendo muy minoritario entre los votantes catalanistas. Sólo los socios catalanes de IU (ICV) han conseguido superar este proceso de polarización, pues son los únicos que aún mantienen un perfil de votante heterogéneo en su identidad nacional.»
Desde una perspectiva histórica cabría poner bastantes peros a lo concluido por este grupo de jóvenes sociólogos y politólogos. Lo de la adscripción nacional, ¿qué quiere decir exactamente? ¿Los que votan a CiU, ERC y CUP son únicamente los catalanes con ocho apellidos detrás? ¿Estamos hablando de identidad nacional o de proyecto nacional? Supongo que tienen claro que no son lo mismo, evidentemente. ¿Por qué Podemos ha quedado atrapado en el sector españolista? ¿Podría ser, por ejemplo, porque su organización es manifiestamente centralizada y sus usos lingüísticos para Cataluña son peores que los del PP y les acerca a C’s? A la web del proceso de elección (http://ves.cat/mapC) del consejo ciudadano de Barcelona me remito, que ni siquiera está en todas las lenguas oficiales del Estado. ¿Ser bilingüe nos conduce a votar de una manera?
En fin, podría estar haciendo preguntas y preguntas que las estadísticas no resolverían de ninguna manera porque la realidad es más compleja que un tanto por ciento. ¿El señor David Fernández, de la CUP, de familia zamorana, qué identidad tiene? ¿Vota a la CUP por cuestiones identitarias? ¿Y la señora Gemma Ubasart, nacida en Castellar del Vallès, otra de las caras visibles de Podemos en Cataluña y que antes fue concejal con una candidatura arropada por la CUP, qué identidad tiene? Mejor le preguntamos qué proyecto nacional propone y entonces sabremos por qué se alinea en una opción y no en otra. Ya lo constató Àngel Carmona (http://ves.cat/map1) en 1967 cuando decía que las dos Cataluñas del siglo XIX estaban representadas por los señores que retomaron el catalán después de haberlo abandonado y el pueblo que nunca lo abandonó, porque siempre fue su lengua. ¡Un poco de historia, por favor! Igualito pasó bajo el franquismo!
Llegados a este punto, no puedo menos que recordar lo que he explicado sobre aquellos bachilleres que me conminaban a utilizar el «idioma de la clase obrera». Repito lo dicho por Fontana: «Si algo importante pasó el 11 de septiembre de 2012 es que fue la gente la que dijo que estaba hasta las narices». Los que estuvimos allí vimos el gran número de personas que hablaban en castellano mientras gritaban en catalán «in-inde-inde-pen-dèn-ci-a».